El cristianismo es vino; el islam, café; el budismo, té. De ahí brotan diversas visiones y filosofías, mandamientos, doctrinas de vida y consejos sobre cómo vivir. Por supuesto que a veces se enredan armoniosamente cual trenza caliginosa y vibrante. En el Asia Menor el café turco va divinamente con una copa de raki, al lado de Kwan Yin he saboreado el té con un potente ron del Mekong, y el eau de vie de los monasterios cristianos baila con el tabaco del Nuevo Mundo, pues el humo sagrado para los indios caribes invita a la comunión con los dioses.
Uno de los más importantes pensadores y nómadas de la historia poética y galante (también bebió de la fuente clásica del viajero griego Herodoto, en quien he pensado con placer estos días navegando por su costa natal de Halicarnasso, hoy llamada Bodrum) fue el sufí murciano Ibn Arabí, que escribió un credo universal: Mi corazón se ha convertido en receptáculo de toda forma: pastizal de gacelas y convento de monjes cristianos, templo para ídolos y Kaaba de peregrinos, las tablas de la Tora y el libro del Corán. Yo sigo la religión del amor: cual sea el camino que tomen los camellos del amor, ésa es mi religión y mi fe.
Viajes, amor, literatura, lux, calme et volupté, estimulantes gozosos y buena conversación, las hadas siempre van por delante y Afrodita es buena guía para el espíritu que eternamente rompe sus cadenas para indignación de fanáticos totalitaristas. Es bueno pensar por uno mismo y aprender de tantas almas grandes que nos han precedido en la aventura de la vida.