Desde el Cap de Berbería se avista la ardiente costa africana. Si antes se temían las razzias de crueles piratas berberiscos (por eso no se estilaban las casas en la costa y las iglesias eran construidas como fortalezas, donde se rezaba al lado de armados cañones), ahora se avistan pateras atiborradas de desesperados que sueñan con El Dorado europeo.
Los antiguos piratas han evolucionado y organizan mafias para traficar con la migración, un negocio al alza muy lucrativo tras los desastres geopolíticos de Libia y Siria; que ha crecido espectacularmente tras la tremenda traición de Sánchez al pueblo saharaui (mero «cambio de opinión», en lenguaje woke monclovita).
Los traficantes ya ni siquiera necesitan hundir sus pateras para tapar las huellas: directamente las varan en la costa y parece que ahí se quedan, como un testigo más del atractivo irresistible de las Pitiusas para todo tipo de visitantes. Tales son los efectos de la promoción personal de la gorra del presidente de Ex-paña en sus ferias turísticas por el Magreb.
Los que sobreviven a la odisea se mezclan fácilmente entre la heterodoxa fauna pitiusa. Generalmente son más elegantes que los turistas en chanclas y camisetas sin mangas, también suelen ser más delgados y carecen de tatuajes repartidos por todo el cuerpo. Posiblemente reciban ayuda de parientes afincados en las islas y luego den otro salto audaz, tal vez en patera aérea, como ya pasó en un vuelo procedente de Casablanca rumbo a Estambul, que hizo escala improvisada y natural escapada en Palma de Mallorca.
Lo cual me hace pensar, ¿había algún migrante ilegal entre los adocenados turistas roncando en el suelo del aeropuerto tras empacharse de plastificadas hamburguesas? Lo dudo, tienen más aguante.