La Wikipedia define a los haters como odiadores que «difaman, desprecian o critican destructivamente a una persona, entidad, obra, producto o a un concepto determinado, por causas poco racionales o tan solo por el acto de difamar». En internet, casi todos somos un poco haters. Las redes sociales nos han facilitado eso de opinar de todo sin saber de nada y dar rienda suelta a nuestras filias y fobias sin necesidad de justificarlas. Enfrente tenemos siempre a alguien que opina justo lo contrario de lo que nosotros decimos y, cuando menos te lo esperas, ya está formado el taco.
En este periódico, cada noticia tiene un apartado para que los lectores puedan opinar libremente. Y ahí, como en las redes, sucede exactamente lo mismo. Cuando escribes la noticia, ya puedes intuir, sin apenas margen de error, quién dirá que eso que publicas está bien y quién dirá todo lo contrario. El problema, tanto en redes como en los comentarios, es que en la mayoría de las ocasiones los opinadores tienden a responsabilizar del hecho noticiable a quien firma la noticia. En este caso, yo. Y parecen pensar que lo escrito me define. ¿Problema? Que me caen invariablemente turras sin sentido e insultos, firmados con pseudónimos y que en el cara no se atreverían a decirme.
Hay, por ejemplo, un individuo que estoy segura de que con varios pseudónimos diferentes, me tiene especial animadversión. Y no duda en demostrarla ejerciendo de psicólogo frustrado y diagnosticando lo que él cree que son mis traumas. Yo le invitaría a un café para charlar un rato pero, claro, su cobardía le impide firmar con nombre y apellidos reales y yo no soy adivina. Así que le invito, a él y a todos los que acostumbran a ponerme a la altura del betún, a que contacten conmigo a través del periódico. Seguro que nos llevamos más de una sorpresa.