Se nos enfría el café y se nos fríe la cabeza. Las cuentas no salen y los números se disparan en la isla a la que todos deberían venir al menos una vez en sus vidas para ser felices, pero donde los nativos de sangre y de alma nos ahogamos sin remedio.
No hay patera, ni cayuco, ni llaüt que nos salve de este naufragio de valores y de ética en el que los piratas campan a sus anchas y nos aprietan el cuello con bollas gigantes a modo de grilletes. Mientras, quienes podrían cambiar las cosas miran hacia otro lado acusando a sus vecinos de ser quienes han tirado la primera piedra y siguen inflando esta burbuja que nos hace rozar el infierno en vez de acariciar el cielo.
En las entrevistas de trabajo prima más tener casa que los currículos, y parejas de 40 años se ven abocadas a compartir hogar con desconocidos para poder llegar a fin de mes. Tener un empleo no nos salva de la pobreza y el carrito de la compra nos sangra semana tras semana. En la última década se han multiplicado por dos los precios de los alquileres, en solo un año comer es un 20% más caro y este verano se están llegando a pedir 700 euros al mes por dormir algunas horas en camas calientes.
Hacia dónde vamos es un abismo y, a pesar de ello, nadie quiere ser el primero en soltar el collar de longanizas con el que hemos apresado a este perro que ya no es fiel, ni libre, ni cariñoso. ¿De qué nos sirve habitar el paraíso si no podemos disfrutarlo? ¿En qué momento hemos perdido el norte de tal manera que no respetamos nuestra tierra, nuestro patrimonio, economía y comunidad? ¿Qué más semáforos rojos tenemos que ver para pararnos?
Si todos frenásemos un poco, si reaprendiésemos a conducir más despacio, veríamos mejor el paisaje y los días serían más dulces y más lentos. Acceder a una vivienda digna sería lo normal y tomar unas cañas dejaría de convertirse en un artículo de lujo. La convivencia entre todo tipo de turismo y nosotros, los de entonces, quienes seguimos siendo los mismos, sigue siendo posible mientras no permitamos que se nos afile tanto el colmillo que este último mordisco sea letal.
Yo quiero la oficina de tráfico con personal y abierta todos los días, policías y guardias civiles protegiendo mis calles, socorristas en las playas, médicos en los hospitales y mecánicos en los talleres. Yo quiero tiendas en las que me reciban sonrisas, restaurantes con hostelería de calidad, de la de siempre, periodistas tomando el pulso a la verdad y profesionales de todas las ramas que no se ahoguen cada mañana por falta de compañeros, de relevo y de talento.
Porque los lechos solo deberían compartirse con los brazos, labios y cuerpos que nos templen y nunca con otras lágrimas, otros hedores y otros sueños.