Asistimos en los últimos años a una guerra sin cuartel que tiene como objetivo, en su calibrado punto de mira, a los jueces y magistrados que integran los órganos judiciales de nuestro país, desde los más altos hasta los más bajos. Se trata de ataques desleales y desmedidos procedentes de todos los ámbitos, siempre partiendo de una premisa interesada, acorde con la crispación política y social que nos invade en estos tiempos, en especial cuando de determinados colectivos se trata. Parece que todo vale, desde la mera crítica al más absoluto desprecio pasando por el insulto fácil que incluso llega al desagradable. A lo que jamás nadie se hubiera atrevido en otras épocas, se ha convertido en la actualidad en cotidiano, una peligrosa afición que inunda desde los medios de comunicación a las tertulias más banales. Se transita en la creencia del derecho a poder disparar, sin orden ni concierto, contra todo y contra todos, perdiendo la perspectiva y valorando con racanería las consecuencias que ello puede conllevar.
El ejercicio de la labor jurisdiccional se encuentra en peligro. Su independencia, de forma plena, es la mayor de sus garantías. Si se acaba con ella, que Dios nos pille confesados. Los jueces y tribunales integran el tercer poder del estado. Imparten justicia en nombre del Rey, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, garantizando la tutela de los derechos y libertades de los ciudadanos. Ahí es nada. Pero el ejercicio de esta ardua y relevante labor requiere de las mejores condiciones, sin que pueda verse afectada por quienes ven en ellos a un enemigo irreal, poniéndolos, en la mayoría de ocasiones, en el centro de una diana que no les corresponde. En vez de fijar la mirada hacia los edificios judiciales, habría que dirigirla más bien hacia quien elabora las leyes, auténticos artífices de los males que tanto molestan e inquietan a la sociedad. No en vano, son ellos los electos por todos, que no así quienes se limitan a efectuar una aplicación de las normas sin mucho margen de maniobra tras superar complejas pruebas que acreditan sobradamente su capacidad en la materia. Ya quisieran otros poder decir lo mismo, pues entre quien las hace y quien las aplica hay una gran diferencia de cualificación y, no nos engañemos, también de remuneración. Destierren de su mente para siempre dos ideas extendidas sin sentido en la sociedad. Que el juez es un señor mayor que golpea fuertemente un mazo como los que suelen salir en las películas americanas, y que ganan un auténtico pastón. Nada más lejos de la realidad.
Asistimos a manifestaciones como que los jueces llevan a cabo una interpretación machista de la ley por dejar en libertad a condenados por delitos sexuales por la mera aplicación estricta del principio de retroactividad de las leyes penales más favorables para el reo, algo más viejo en Derecho que el almanaque de una ferretería. Eso sí, quien hizo la norma con una finalidad completamente contraria, saltándose por alto todos los informes que advertían del peligro de cuanto estaba por suceder, siguió fumándose un puro en su despacho y percibiendo su correspondiente salario, sin pestañear al ver como se manifestaban los efectos de su dramática creación. Se criminaliza sin ningún pudor a un juez por imputar por terrorismo a un conocido fugitivo, cuando sobre sus espaldas pesa, sin polémica alguna, llevarse por delante a un empoderado banquero ídolo de toda una generación, desmontar un emporio construido alrededor de Marbella, perseguir a quienes causaron el asesinato etarra más atroz que se recuerda o cercar a un dictador por crímenes contra la humanidad. Nada de esto parece importar ahora. A disparar se ha dicho.
Bajando al barro, a instancias más mundanas, se observa la misma operativa, la de disparar a bocajarro a quien se limita a aplicar la legalidad vigente diseñada por otros. Así, quienes son de insulto fácil cargan sin piedad contra el juez que deja en libertad provisional, no sin adoptar otras medidas de aseguramiento, al autor de un delito de homicidio imprudente o, para que nos entendamos, quien conduciendo bajo los efectos de alcohol o drogas causa la muerte de otro conductor o viandante. En esos casos, la regla general, reconocida sobradamente por el Tribunal Constitucional, es la libertad provisional, siendo la prisión la excepción, no pudiendo adoptarse ésta salvo cuando tenga como finalidad evitar que el investigado se abstraiga de la acción de la justicia, pueda ocultar, altera o destruir pruebas relevantes, pueda actuar contra bienes jurídicos de la víctima o pueda cometer otros hechos delictivos. Recordemos que quien marca esos presupuestos no es el juez, sino el legislador, mismo ente etéreo y superior que prevé sancionar un determinado delito con una concreta pena o establecer determinadas atenuantes y no otras, sin que el juez que dicta la sentencia sea responsable de la manida frase de barra de bar de «sale barato delinquir en este país».
Y lo mismo sucede en el ámbito civil, menos populista, pero más palpable en el día a día de la sociedad, como el hecho de tener poco margen de actuación para recuperar la posesión de un inmueble de forma presta ante lo que se conoce coloquialmente como una ocupación. Para impedir que un desahucio por falta de pago o expiración de plazo se eternice por el recurrente y abusivo alegato del demandado relativo a que se encuentra en situación de vulnerabilidad económica que le imposibilita encontrar una alternativa habitacional. O para evitar que quien desarrolla una actividad bajo la forma de sociedad limitada contraiga deudas que no puedan ser saldadas ante la inexistencia de bien o derecho alguno de la misma que trabar para su ejecución, saliéndose de rositas su administrador y, de paso, dejando multitud de cadáveres por el camino en forma de acreedores que no pueden ver satisfechos sus créditos.
Recuerden afinar su puntería cuando le den al pico. No disparen a quien no deben. No es una tarea fácil la que se lleva a cabo a diario. Piensen por un momento si ustedes serían capaces de lidiar ese Miura si formara parte de sus quehaceres diarios. No es un trabajo de vino y rosas, ni mucho menos, pero más complicado aún es desempeñarlo bajo una presión social injusta y desacertada, bajo calificativos mal sonantes y constantes amenazas de prevaricación u otras lindezas del género. Ya verán quien acaba pagando el pato por el tema de la primera dama, ¿apostamos? Solo espero que cuando los jueces tengan que aplicar la ley de amnistía, esa creación artificiosa y partidista que no trae consigo ni un ápice de arrepentimiento por sus afortunados beneficiarios, a nadie se le ocurra disparar contra quien no debe. Ya decía Cicerón que «cuanto más cerca está la caída de un imperio, más locas son sus leyes», pero recuerden antes de disparar que los locos no siempre son los que llevan las puñetas.
Alto el fuego
Sergio González Malabia | | Actualizado el 29/04 14:00