A la nívea Europa ya no la rapta un toro blanco sino que la pican los tábanos de la estupidez. ¿Cómo ir a votar con ilusión cuando estos días, cada vez que abrimos una botella de agua, nos regamos porque mandan unir el tapón como si fuera un cordón umbilical?
Una razón de más para preferir el vino dionisiaco y sangre de Cristo que une a la diversas culturas de la hermosa Europa, nombre de al.lota fenicia de ojos grandes, como si fuera una ibicenca raptada en Salinas por los piratas homéricos.
Europa es bastión del gozoso individualismo, pero a veces se va por el desagüe del totalitarismo, con sus nacional-socialismos y comunismos que niegan la espiritualidad del corazón libre pretendiendo divinizar al Estado y sus mediocres líderes.
Y eso de poner la capital es un sitio extinguidor de la imaginación (el cínico Voltaire dixit), es una llamada gelatinosa para que los partidos sigan enviando sus detritus particulares, con una burrocracia espantosa que ficha y escapa o se corrompe, como esa estupenda rubia griega a la que han ocultado.
Algunos dicen que Europa entona su último canto de cisne, pero ese es siempre el más hermoso y todavía queda tiempo con el que danzar, entre los zarpazos del oso ruso o la expansión del emperador amarillo (y las ayudas o zancadillas de los aliados yanquis, peligrosamente polarizados). La filosofía y vinos de la charca mediterránea, el canto trovador a María, la flor de la cultura europea no se ha extinguido y los músicos siguen tocando a Haydn y Puccini. Pero hay que exigir más altura a una clase política dominada por el ínfimo denominador común de la gilipollez woke. Lo contrario sería ya no un rapto sensual sino un torpe suicidio.