Nos encontramos en el meridiano de la temporada turística y un paseo por es Pujols (Formentera) ofrece una fotografía insólita. Muchas terrazas con mesas vacías, restaurantes con muy pocos comensales y camareros de brazos cruzados. Esa apatía es extrapolable a la oferta complementaria de Sant Francesc y a muchos de los restaurantes de playa. Exceptuando algunas vacas sagradas que tienen lleno del primer al último día desde hace muchas temporadas, el sector de la hostelería no lo está pasando bien este verano.
Por lo que respecta a los hoteles y alojamientos turísticos no hace falta más que darse un paseo por algunos portales de reservas para darse cuenta de que hay mucha disponibilidad a las puertas del mes de agosto.
Poner el pie en Formentera tiene un alto precio y una vez aquí el coste de cualquier actividad es muy superior al de muchos otros destinos.
Por otra parte, el grave problema de la vivienda está minando, cada año más, poder disponer de personal cualificado para cualquier sector, lo que compromete ofrecer el servicio de calidad que se refleja en la cuenta. Hace años que, en voz baja, algunos hablan del peligro de que Formentera acabe muriendo de éxito, pero muchos en la isla miran hacia otro lado cuando escuchan ese discurso.
La decidida apuesta por la calidad que hace una década hizo la mayoría del empresariado isleño nada tiene que ver con el turismo de superlujo hacia el que unos pocos intentan conducir a nuestra pequeña isla.
El turismo familiar de clase media, que tantas alegrías dio en épocas pasadas y con el que muchos se hicieron millonarios, cada vez tiene más difícil hacer sus vacaciones en su adorada Formentera. Se hace necesaria una reflexión y, si no, llegará la autorregulación.