Pese a los rebuznos clasistas del hortera monclovita, el Lamborghini es un coche de peluqueros. Recuerdo con gusto un plácido viaje por la estrecha carretera de la Grande Corniche, en compañía de la indómita Angela Montgomery – vistas espléndidas, Rolls Royce con bar ad hoc, chauffeur octogenario –, cuando un abominable Lamborghini destrozó nuestro nirvana particular con su estridente claxon.
Angela se atragantó con su champagne y yo me pasé de absenta en mi very dry Martini a la Maugham. Antes de que pudiera agarrar por el gollete la botella de Marí Mayans para romper su luna – tal y como hizo la payesa María con una patata al coche de un traficante de armas en Es Cubells –, el grosero bólido nos hizo una pasada a doscientos mientras insultaba no sé qué rayos en francés macarrónico.
Tras hacerle un corte de mangas, no le dimos mayor importancia y seguimos disfrutando del viaje. Pero media hora después, cuando vimos al mismo Lamborghini aparcado en un bar, Angela ordenó parar. «Louis, pasa atrás y sírvete un sherry, que me apetece conducir», dijo con voz dulce, la calma que precede a la tormenta. Se puso unos guantes de cuero y añadió: «Poneros el cinturón, please». Entonces aceleró el pesado Rolls y embestimos al coche de peluqueros. Fue como destrozar una baratija de hojalata mientras que nuestro tanque solo tuvo algún rasguño. Entonces salió el peluquero, que se parecía muchísimo a nuestro presidente cuando aconsejaba a la ruinosa Caja Madrid. Se puso a gritar y llorar histéricamente, tirándose de los pelos. Posiblemente había alquilado el bólido en Niza – tal y como hacen tantos horteras en Ferrari por Ibiza –, pero había querido ahorrarse el seguro. Angela sonrió y nos llevó sanos y salvos hasta el Hotel de París.