Resulta curioso, en medio de la farra estival, encontrar a tanto gurú de retiros y autoconocimiento, de búsqueda personal o cierto nivel de espiritualidad previo pago. Pero Ibiza es isla de excesos, donde se incluyen una rara especie de nuevos samaritanos, machacones cual testigo de Jehová alejado diez kilómetros de su casa (tal es la distancia de seguridad que guardan para convertir), que aprovechan cualquier resaca para apuntarte a su ashram y transformar la forma de pensar.
Maravillas de la diversidad pitiusa para burlar el tiempo. Un gran viajero que se curó con el dulce y poderoso bálsamo de la energía telúrica ibicenca fue el Arxiduc, Luis Salvador de Austria. Año 1867, depresión de caballo por la trágica muerte de su enamorada Matilde, que ardió como antorcha humana al incendiar la seda de su vestido con un candil. Pero fue respirar el gozoso aliento de Bes, tan húmedo que se debe besar, navegar, cabalgar, leer, cantar, beber vino y tratar a sus sencillas y orgullosas gentes para que otra vez la vida corriera jubilosa por las venas del príncipe nómada, que pronto se encamaría alegremente con pescadoras, poetas y payesas de allá donde fuera.
Parece una cura estupenda (si me pierdo o encuentro, que sea a mi manera), pero no es la ofrecida en mucho ashram sectario y disciplinado a los tristes que han perdido apetito por la vida. Cuando he visitado alguno, además de un plan de escape siempre he portado, por si las moscas prohibicionistas, un elixir camuflado, tal y como hacía Allan Watts con su petaca de ginebra bajo el kimono. Y en mi experiencia puedo decir que los sabios que he encontrado en el camino de la vida siempre se regalan generosamente, cuestión de corazón radiante, no de supermercado espiritual.