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Después de la tormenta

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Desde hace algunos años tengo el cuestionable vicio de salir a correr con mi buen amigo Pablo cuando las calles están aún sin montar y la oscuridad de la noche nos oculta. Mientras hacemos eso que ahora los modernos llaman running, visitamos los dos faros que protegen la entrada a Vila por mar hablando del bien y del mal, de los que están y de los que se fueron, de amores y desamores. Vamos, de chismorreos varios, que al final son la salsa de la vida. Como comprenderán, a esas horas no están las neuronas para muchos trotes. A lo largo del trayecto nos cruzamos, sistemáticamente, a la misma hora y en el mismo lugar, con las mismas personas. A trabajadores del servicio de limpieza que se encuentran en plena faena para que todo esté listo cuando despierte la urbe. A una chica rubia que corre que se las pela, siempre bien conjuntada, a la que cariñosamente denominamos «la gacela», a la que se ha unido otra más joven, pero igual de en forma y a la moda, a la que no quedaba más remedio que apodar «la gacelita». A unas jóvenes que salen a andar en grupo mientras le dan al pico que da gusto, como también lo hace cada mañana otro buen número de señoras mayores, «Las chicas de oro», mientras que aquella que lleva siempre colgada una mochila verde lo hace en solitario. Otros de los reincidentes habituales son un señor que corre, atención, descalzo y sin camiseta llueva o truene, un guaperas fortachón que corre con la linterna del móvil encendida y una pandilla de jubilados de esos que salen de casa a andar con gorro y paraguas en mano, aunque no llueva, sabedores de antemano de que lo hará. A éstos se unen en ocasiones otros personajes secundarios que, como el Guadiana, aparecen y desaparecen según la época y la climatología del lugar. Es el día de la marmota en versión payesa. Bendita rutina.
Pero lo que discurre de la forma más anodina y monótona posible durante los meses de otoño e invierno, donde todo es silencio y cordialidad, se transforma desde los famosos openings y hasta los deseados closings en una gigantesca gincana difícil de digerir para quien no forma parte de las hordas de turistas arrastrados a nuestra isla exclusivamente por un desmedido afán de fiesta sin fin. Sí, aquellos que nos visitan cuando las noches gélidas dan paso a otras más agradables y se despliega el enorme photocall del mayor parque de atracciones para adultos del mundo. Cuando los habitantes más incívicos de las cuevas prehistóricas deambulan sin escrúpulos por nuestras calles, sedientos de emociones fuertes a costa de sus resignados residentes, es cuando comienza el juego.
La aventura inicia desde que intentas cruzar la Avenida de Santa Eulalia, para llegar al paseo marítimo, sin ser víctima de un atropello. En más de una ocasión se nos han puesto los ojos de liebre al ver venir unas luces que no se detienen. Si consigues cruzar y no tropezar con algún resto de botella o vidrio tirado en mitad del paseo, te toparás de golpe con el after party más random que jamás hayas imaginado: la cafetería de la Estación Marítima. Casi nada. Lo que se supone solo un punto de espera para pasajeros náuticos está a esas horas más animado que la pista del baño de Hï. Decenas de jóvenes recién salidos del horno discotequero que, como las madalenas, aún andan calentitos, con ganas de seguir la marcha y ninguna de irse a la cama, arman allí la de San Quintín mientras conviven con turistas rasos y con meros ciudadanos que se mueven de una isla a otra para trabajar, estudiar o ir al hospital. Y como la gente va fina filipina, son bastante habituales las trifulcas en su terraza. Peleas, discusiones, sillas volando y, sobre todo, una alta contaminación acústica, forman parte del nuevo decorado de un establecimiento que debería estar destinado a otros menesteres. Como será la cosa de grave que sus responsables han tenido que contratar seguridad privada para que no se les vaya de las manos.
Y tengan en cuenta que los que se encuentran en la estación marítima a esas horas son los que han salido más temprano del Triángulo de las Bermudas formado por el Club Chinoise, la discoteca Pachá y el cabaret Lío, unido al siempre irreductible pub Keeper, porque los más rezagados están todavía de camino o desperdigados iniciando el trayecto en modo walking dead. Mientras te cruzas con estos rescoldos zombis vestido con ropa deportiva, lo que da buena muestra de que resulta evidente que no estás en su onda, mantienes un silencio sepulcral. Miras tímidamente, de reojo, para analizar su trayectoria y evitarlos, intentando pasar inadvertido como si llevaras puesta la capa de invisibilidad de Frodo Bolsón. Pero no. En su efusividad desmedida, fruto de las drogas y el alcohol, no tienen nada mejor que hacer que cortarte a propósito el paso para que te detengas, hacerte comentarios deleznables a los que solo ellos les encuentran la gracia, hacer un pasillo para que pases por medio o, los más, ponerse a correr a tu lado, vaso o botellín peligroso en mano, hasta que acaban aflojando y cesando en su empeño. Nos han parado para pedirnos que les hiciéramos fotos y hasta para preguntarnos si llevábamos fuego. Hemos visto peleas de todo tipo, saltado vómitos en la vía pública y esquivado a gente tirada en el suelo completamente inconsciente. Hemos sido testigos del consumo de todo tipo de sustancias al aire libre sin pudor alguno, de cómo se orina o defeca en los espacios ajardinados y, como no, de variadas prácticas amatorias al raso utilizando el mobiliario urbano o, directamente, apoyados en un coche. No, dentro no, fuera del coche.
No seré yo quien tire la primera piedra sobre la vida nocturna y sus gentes. Dios me libre. Todos hemos tenido nuestra época oscura y ya se sabe que quien tuvo retuvo. Pero hay que saber discernir de forma nítida entre la diversión y la educación. Si Ibiza se ha caracterizado por algo ha sido por la tolerancia de sus gentes hacia los visitantes y por el respeto de éstos hacia sus habitantes. Una combinación compleja, pero completamente necesaria. Si uno de los dos elementos falla, la cosa no funciona. Los foráneos deben ser conscientes de que aquí, además de discotecas y cachondeo, también hay personas anónimas que madrugan, que pasean, que hacen deporte, que trabajan y que llevan a sus hijos a la guardería, al colegio o al parque. Disfruten, pero no desfasen. Diviértanse, pero no molesten. Vivan, pero déjennos vivir en paz.
Por suerte todo ha terminado por este año. Al fin la fauna ha desparecido y regresa la calma, el silencio y la cordialidad. Es nuestro particular Independence Day. Aprovéchenlo. Como en la canción de Depeche Mode, Enjoy the silence. Porque ya saben que la alegría dura poco en la casa del pobre y que, por desgracia, muy pronto volverá la tormenta a nuestra isla. Ya saben, como cantaba Freddie Mercury, Show must go on.

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