Hace ya algún tiempo, cuando Kamala Harris se presentó como candidata por el Partido Demócrata a la presidencia de los Estados Unidos envuelta en una ola de optimismo en torno a su posible victoria en las elecciones de hace apenas unos días, una persona que siempre he considerado de fiar por su buen tino para estas cosas, me aseguró que Donald Trump iba a ganar de calle. No le creí, o tal vez no quise creerle, pensando que tal vez era posible un mundo diferente en el que por primera vez una mujer gobernara uno de los países más importantes del mundo más allá de lo que se imaginan los guionistas de Hollywood. Pero, no, una vez más, él llevó razón y el líder republicano se ha hecho con la presidencia arrasando en las urnas con millones de votos de diferencia.
Y es que una vez más ha vuelto a llevar razón en su explicación de que Estados Unidos es mucho más que que lo que nos creemos los europeos. Es mucho más que Friends, con su grupo de amigos neoyorquinos de clase media alta, los ciudadanos de Boston con sus trajes de Polo Ralph Lauren, los surfistas de Los Angeles o los bohemios hippy chicks que viven en San Francisco. Estados Unidos es un compendio de 50 estados muy distintos entre sí y que a menudo no sabemos ni situar en el mapa. De hecho, sería capaz de apostarme una cena a que la mayoría de nosotros no nos sabemos más que los que pertenecen a equipos de la NBA o la Major League Soccer por eso de que ahora juega en Miami Leo Messi, Busquets, Alba o Luis Suárez.
Tampoco conocemos la realidad tremendamente compleja que allí se vive por más que en mi caso intente leer sobre el tema o escuchar a expertos. Y es que desde mi posición de caucásico pelirrojillo, casi cercano a la ciencuentena, de clase media española y con familia que me ha educado y dado unos estudios, me resulta complicado entender como los americanos se han decantado por votar una forma de hacer política basada en los insultos, las amenazas o las mentiras que representa un líder como Donald Trump sobre el que pesa una condena por 34 delitos y tres procesamientos judiciales, incluido el de instigar el asalto al Capitolio.
Hay muchos expertos que dicen que la impopularidad que se ha granjeado el anterior presidente Joe Biden durante los últimos cuatro años ha lastrado a Kamala Harris pero lo realmente relevante es que, como aseguraba mi amigo, Estados Unidos es a día de hoy un país tremendamente dividido entre las grandes ciudades y los condados rurales, con una segregación física e ideológica que no para de crecer y que ha afectado directamente al sentido del voto. De hecho, según muchos expertos en Estados Unidos se ha votado con el corazón más que con la cabeza decantándose por el mensaje populista de un Donald Trump al que muchos conciben como el líder que les dará seguridad ante una inflación que ha hecho descender su poder adquisitivo durante los últimos cuatro años. Igual que contra la inmigración masiva, que asusta a todas las sociedades, incluyendo a aquellos que eran inmigrantes no hace mucho, o frente a esas medidas relacionadas con el medio ambiente que supuestamente pueden acabar con su confort diario. Incluso, porque en un mundo cada vez más polarizado y hastiado muchos creen que es necesario una contrarreforma conservadora que Trump puede encabezar o porque para muchos norteamericanos es el que se va a enfrentar con éxito a unos miedos que llegan de todas partes y a los que ya no dan respuesta unos medios de comunicación tradicionales a los que muchos consideran ya demasiado ideologizados y que tendrán que reinventarse si no quieren acabar por desaparecer. Pero, sobre todo, porque como me dijo mi fuente, nos guste o no, y parafraseando a Roosvelt y Kissinger cuando hablaban de dictadores sudamericanos, millones de los que han confiado en Trump piensan aquello de que «es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta».
No hay duda que buena parte de los estadounidenses saben que su nuevo presidente es imprevisible, malhumorado y embustero pero aún así ha convencido a muchos más millones de personas de que eran los contrarios, los demócratas, los que ponían en riesgo la continuidad de unos valores tan arraigados como los que hay en Estados Unidos, consiguiendo que votantes de todas las razas, edades, ideologías o colores le hayan dado de nuevo la confianza para que no solo gobierne el país sino para que su partido controle el senado y la Cámara de Representantes y se paseen por todos los frentes.
Y es que la verdad, con estos razonamientos y visto así, cada vez veo más claro que mi amigo llevaba razón sobre su vaticinio de las elecciones en Estados Unidos. Y aunque muchos no acabemos por entenderlo y por más que hayamos descubierto con el paso de los años que en este mundo enfadado con todo ya se vote con la intención de quitar a quien esté en el gobierno de turno, han sido los americanos los que han decidido lo que quieren para los cuatro próximos años. Es su casa no la nuestra. Y por eso, si creemos en la democracia, solo queda asumir los resultados de las urnas con la vana esperanza de que estos cuatro años no se hagan demasiado largos para todos.