En algún momento de los últimos años, Ibiza dejó de ser solo una isla para convertirse también en un escaparate. Pero no en uno cualquiera sino en uno grande, brillante, con filtros de Instagram incorporados y exigencias estéticas dignas de un desfile de moda. Da igual si estás en la playa de Ses Salines, en un beach club de cualquiera de las playas de Sant Josep o en una tranquila cafetería en Santa Gertrudis, que todo el mundo parece recién salido de un casting para una serie de Netflix o para un programa de esos tan difíciles de catalogar que hay en alguna que otra cadena generalista.
O incluso salidos directamente del gimnasio o de un videoclip de esos de Bon Jovi. Porque sí, aquí en Ibiza, los gimnasios están repletos. Y no solo en enero cuando llega el momento de plantearse la eterna promesa de quitarte los kilos de más que has cogido durante las Navidades o cuando pretendes empezar el año cambiando de hábitos… sino durante todo el año porque tienen más seguidores que algunas religiones. De hecho, casi me podría apostar una cena que hay más gente levantando pesas que leyendo libros como si las mancuernas fueran las nuevas biblias… y es que aquí el culto al cuerpo ha llegado a tal nivel que, en verano, salir a correr por la calle ha dejado de ser un acto deportivo para ser un desfile. Una pasarela ambulante donde el torso desnudo no es para respirar mejor sino para lucir musculatura mientras se va tan reluciente como recién encerado.
La tiranía de la estética
No me molesta que la gente esté en forma o que se cuide, ni tampoco descarto que esto pueda tener un efecto inspirador y motivador, pero empieza a ser preocupante cuando el lograr el presumible cuerpo perfecto deja de ser una opción personal para ser una exigencia. Y en Ibiza, al paso que vamos, no tener abdominales marcados o no entrar en la talla S no es solo un detalle nimio sino que puede ser un obstáculo para socializar, trabajar o incluso, para sentirse parte del entorno.
Porque aquí, más que en otros lugares, la belleza no es un extra. Es un pase VIP. Viendo lo que se ve, muchos de los puestos de trabajo en hostelería, ocio nocturno y eventos se reparten, en muchos casos, en función de la apariencia física. Si tienes buena presencia, ya tienes medio currículum hecho por encima de los idiomas o la experiencia. Esto se aprende y puede ser un mérito añadido pero lo que está claro es que el cuerpo es casi un requisito que tiene que venir del gimnasio, el quirófano o, si me apuran, de la edición digital.
Un fenómeno cada vez más peligroso que no podemos olvidar que tiene su epicentro en las redes sociales. Las playas se han transformado en platós improvisados. La gente va cada vez menos a bañarse y relajarse y más a generar contenido. A captar el ángulo bueno, la luz ideal, la silueta perfecta, la postura que más likes genere… en definitiva, que todo tiene que ser «instagrammable», desde el desayuno hasta el flotador con forma de unicornio… como si no hubiera vida más allá de una pantalla.
Algo que también está provocando una homogeneización de la belleza. Todos los cuerpos son bronceados, atléticos, jóvenes, deseables… cincelados por el gran Miguel Ángel. Todos sonríen, todos bailan, todos lo están pasando increíble mientras que se deja de lado las canas, los michelines, las arrugas y todo aquello que parece que se sale de esos estándares y a todos aquellos que sudamos sin vernos sexys o que preferimos leer un libro a correr sin camiseta. Los feos no encajamos en un molde que cada vez acepta menos diversidad real. Ya no hay narices grandes, dientes separados, barrigas con historia, pieles sin retoque, peinados sin plancha, cicatrices que cuentan aventuras de un pasado bucanero y sí cada vez hombres y mujeres cortados todos por el mismo patrón.
Y lo grave es que esta presión estética no afecta solo a adultos sin apenas criterio sino que también está calando hondo en adolescentes y jóvenes que viven bombardeados por modelos inalcanzables. Cada día es una batalla contra el espejo, una carrera por el like y una búsqueda constante de validación externa lo que está provocando que las redes sociales se llenen de fotografías con mil y una posturitas entre pesas, mancuernas o bicis estáticas o las calles de selfies junto a recorridos más o menos reales a modo exhibición colectiva mientras al mismo tiempo, el que no sigue el camino establecido, corre el riesgo de perder autoestima. De quedarse a un lado.
La belleza como currículo
Y cuando todo esto sucede algo está fallando. No porque esté mal cuidar la imagen, sino porque estamos dejando de valorar todo lo demás. La profesionalidad, la creatividad, la empatía, la experiencia. ¿Por qué de que sirve tener una sonrisa perfecta si no sabes tratar a un cliente con respeto? ¿Qué aporta un cuerpo cincelado si detrás hay una actitud vacía? ¿Dónde queda el talento, el carácter, el humor, la profesionalidad, la empatía o todo aquello que realmente marca la diferencia?… y sobre todo... ¿qué mensaje le estamos mandando a las nuevas generaciones? ¿El de qué lo único importante es entrar en el molde? ¿El de qué hay que verse bien antes de sentirse bien? ¿El de qué si no eres «guay y perfecto», no eres nadie?
Así que tal vez sea el momento de lanzar un mensaje para que se apueste por la diversidad aprovechando que vivimos en esta maravillosa isla que arrastra una historia de libertad, mezcla cultural y espíritu alternativo. Un mensaje para que apostemos por la autenticidad en lugar de por el bronceado perfecto. Que apostemos por un espacio donde guapos, menos guapos, raros, originales, normales, viejos, jóvenes, flacos, gordos, tatuados, sin depilar… tengamos nuestro sitio teniendo en cuenta que la belleza no está en el espejo, sino en la diferencia, y que no hay nada más chulo y más bonito y original que un cuerpo y una cara real como la vida misma.
Y por eso yo levanto mi copa para brindar por los que sudan de verdad, los que ríen con dientes torcidos, los que tienen arrugas de reírse mucho, los que peinan las canas de las experiencias de la vida o los que corren al trote cochinero porque les da la gana y no por exhibición… y por todos aquellos que ahora somos considerados feos porque, le fastidie a quien le fastidie, también tenemos derecho a vivir, a posar en la foto sin meter tripa y a salir a la calle sin miedo al juicio visual.