Boni de Castellane fue un dandy magnífico que inició la colorida saga de braguetazos de arruinados aristócratas europeos con multimillonarias americanas. Contrajo matrimonio con una riquísima Gould –el poderoso clan yanqui de los ferrocarriles— y se dedicó alegremente y con mucho gusto a dorar blasones y derrochar la colosal fortuna familiar de su mujer. Lo cuenta en su divertidísimo libro Cómo descubrí América. Al separarse de la heredera, quien lo cambió por un primo principesco del ex, (de ahí viene la frase «Hemos servido en el mismo cuerpo»), Boni quedó sin un céntimo y escribió El arte de ser pobre, porque el señor auténtico sabe vivir con dinero y sin dinero y, gracias a su educación y leggerezza, sigue siendo el rey.
Tal braguetazo podría ser incluido como prostitución de altos vuelos por los puritanos que se escandalizan por todo. Pero entre putas y puritanos, Borgias o Savonarolas, sé muy bien con quién me quedo. El puritano, como describió el filósofo abulense George Santayana –los conocía bien tras su paso bostoniano—es alguien que nada tiene que ver con la pureza. Suelen ser de una hipocresía colosal y juzgones con envidia caníbal, pero no se arredran en obtener beneficios de la trata de blancas. «Putrefactos», los apodaba el brujo Salvador Dalí. Cela incluso los dedicó un libro: «A mis enemigos, que me han ayudado tanto».
«¡Qué escándalo, he descubierto que aquí se juega!», exclamaba el capitán Renault antes de cerrar el garito de Rick en Casablanca. Acto seguido aparecía un crupier diciendo: «Sus ganancias, capitán». Pero el capitán no era un puritano sino un supremo cínico con cierto toque sentimental.
Tal vez todo sea una cuestión de humor y saber reírse de uno mismo. El puritanismo tiene la seriedad del burro y por eso quiere joder al mundo.