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Opinión

Vanidades y ridiculums

| Ibiza |

Federico García Lorca consiguió un título por la cara bonita, licenciado en Derecho, pero en su caso estaba justificado. Nunca presumió de tales estudios y jamás se dedicó a algo tan árido como son las leyes. En Madrid descollaba en la Residencia de Estudiantes. Su padre le mandaba dinero con la condición de que estudiara Derecho, una carrera que nada inspiraba sus versos. Lorca fue a ver al rector, le mostró unos poemas y explicó sus circunstancias familiares; solo quería dedicarse a la poesía. El rector quedó tan fascinado por la personalidad del joven genio que reunió a los profesores en el claustro diciendo que, para él, Lorca ya estaba aprobado. Y los convenció que hicieran lo mismo, alegando que las excepciones se hacen con las personas excepcionales. Así el duende de Lorca estuvo más libre y creativo, y en vez de una tesis sobre el espíritu de las leyes, nos ha dejado maravillas como el Romancero Gitano.

Pero los pícaros políticos que presumen de estudios que jamás hicieron no son excepcionales, salvo en su capacidad trepadora. Se huele la sangre a todas las alturas a diestra y siniestra por falsos ridiculums. Han logrado trepar por el banano público y caen estrepitosamente por la vanidad de un título apócrifo o una tesis fake, que importa bastante poco al común de sus votantes.

Con la vanidad de la titulitis ibérica hemos topado. Nada que ver con el orgullo. Si el cachondo y altivo marqués de Bradomín clamaba: «Donde otros desesperan, yo sé sonreír: El orgullo ha sido siempre mi mayor virtud», otro escritor genial y máster en la comedia humana, Balzac, sentenció a la vigésimo quinta taza de café: «Hay que dejar la vanidad a aquellos que no tienen otra cosa que exhibir».

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