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Doctor Caligari

El Gabinete del Doctor Caligari | Foto: FilmAffinity

| Ibiza |

En 1981 nació Gabinete Caligari, un reconocido grupo de rock integrado por Jaime Urrutia, Ferni Presas y Edi Clavo que, con sus letras llenas de poesía urbana y crítica social, junto a sus sonidos populares y castizos propios del folclore patrio, nos dejó temas inolvidables como Cuatro rosas, Camino Soria, La culpa fue del chachachá o Al calor del amor en un bar. Sin embargo, en sus orígenes, fuertemente influidos por Joy Division y The Cure, optaron por temas algo más rebeldes, siniestros y provocadores. De hecho, el nombre de la formación procede de El gabinete del Doctor Caligari, una extraordinaria película muda de terror dirigida por Robert Weine y estrenada en 1920 que, con un particular estilo visual oscuro, retorcido y extravagante, constituye el máximo exponente del cine alemán de estética expresionista.

Este novedoso thriller narraba la historia del Doctor Caligari, un hipnotizador que realizaba espectáculos en las ferias y que utilizaba al sonámbulo Cesare para cometer crueles asesinatos, aunque realmente la película pretendía retratar al gobierno de guerra alemán, caracterizado por una autoridad tiránica que, para satisfacer sus ansias de dominación, poder y control, no dudaba en alterar el orden establecido con un alto grado de perversión moral y social. Su original final, con un inesperado giro en la trama, supuso revelar que los espectadores habían contemplado realmente la historia que se les había querido contar desde la exclusiva perspectiva interesada de un subjetivo narrador, no debiendo por tanto aceptar como verdad absoluta y fiable nada de lo presenciado.
Y es que en ocasiones la percepción de la realidad que pretende transmitirse se encuentra tan distorsionada que atiende exclusivamente a la voluntad de quien la cuenta. Tal es así que recientemente hemos podido asistir a la formulación de afirmaciones tan imprudentes como temerarias procedentes de máximos representantes políticos que, sin rubor alguno, han manifestado alegremente que «hay jueces en nuestro país que no cumplen con la ley» y que «hay jueces haciendo política y políticos que tratan de hacer justicia», todo ello en alusión a procedimientos judiciales vinculados precisamente al propio autor de estas perlas. Ya ven que, como decía Jean Baudrillard, «la necesidad de hablar, incluso si uno no tiene nada que decir, se vuelve más acuciante cuando uno no tiene nada que decir», porque una cosa es mostrar crítica o discrepancia con las resoluciones judiciales, lo que es un sano ejercicio en democracia, y otra muy distinta es erosionar de forma tan burda el principio esencial de separación de poderes y la necesaria confianza de los ciudadanos en la justicia.

Recordemos que Isabel Perelló, en su primer discurso como presidenta del Consejo General del Poder Judicial proclamado hace un año, hizo alusión a la necesidad de defender la independencia judicial como piedra angular de nuestro Estado de Derecho. Incluso hacía un llamamiento de respeto a las diferentes fuerzas políticas y poderes públicos para evitar ataques injustificados que socavaran la legitimidad y la reputación de los integrantes de la judicatura. También en el de este año ha insistido machaconamente en la misma idea, resaltando como inoportunas y rechazables las constantes descalificaciones de la justicia provenientes de los otros dos poderes, recordando además que el Informe sobre el Estado de Derecho en España emitido por la Comisión Europea advierte de forma expresa y tajante que «los poderes ejecutivo y legislativo deben evitar caer en críticas que minen la independencia judicial o a la confianza pública en esta».

Pero, visto lo visto, está claro que la idea reiterada en un acto más tenso que el bautizo de un Gremlin, dada la condición procesal de alguno de sus asistentes, no ha calado entre los representantes políticos del más alto nivel, que continúan mostrándose partidarios de despreciar el más elemental principio de respeto mutuo y de lealtad institucional realizando manifestaciones públicas que atribuyen a los integrantes del poder judicial intenciones y objetivos, cuando no actuaciones delictivas, contrarios a los elementos esenciales que inspiran su labor, pero sin hacer uso de los mecanismos que el propio ordenamiento jurídico pone a disposición de quien pudiera considerarse agraviado por la actuación judicial para exigir la correspondiente responsabilidad a que hubiera lugar.

Habría que preguntarse el motivo de estas constantes descalificaciones interesadas cuando lo único que preocupa a la generalidad de la ciudadanía es que las instituciones que sufragan con sus impuestos funcionen de forma eficaz satisfaciendo sus legítimas necesidades. Al contrario, nada parece importar a quien tanto empeño pone en cuestionar la actuación judicial, debiendo ser ésta su principal preocupación, que la carencia de jueces en nuestro país sea alarmante. Porque a pesar de resolverse de media durante 2024 cerca de 1.400 asuntos por cabeza y un total de 7 millones de procedimientos, sigue siendo urgente la creación de 509 plazas judiciales más para atajar el retraso endémico que afecta a la Administración de Justicia y que nos sitúa a la cola de nuestros vecinos europeos, pues recordemos que mientras en nuestro país la cifra es de 11’9 jueces por cada cien mil habitantes, en aquellos es de 17’4.

Y es que tengo la sensación de que todo este teatrillo no es más que la reedición de la ingeniosa técnica usada en aquella mítica película alemana de terror. Piensen que lo que podrían estar dando por bueno y aceptando sin rechistar a partir de la versión que quiere transmitir exclusivamente el narrador de la historia, puede que se trate de una simple invención o del reflejo de una mente perturbada.

Porque, como en la magia o en un trampantojo, nada es lo que parece. A quien nos muestran como un sádico asesino puede convertirse en un benevolente director de manicomio, mientras que a quien presentan como un héroe venerado puede que realmente no sea más que un paciente enajenado que ha urdido una imaginaria y fantástica historia. Ya saben que hay quien atesora la habilidad de emitir opiniones más propias de la barra de un bar que de un respetable representante público, poniendo en práctica aquello que cantaba Gabinete Caligari de «bares, que lugares, tan gratos para conversar».

Todo sea para engañar a los espectadores creando una realidad paralela de aparente coherencia y lógica, pues siempre es más fácil engañarlos que convencerlos de que han sido engañados. Pero no deben olvidar nunca que hay otros muchos no tan lelos a los que no se les escapa que, como la de Francis sobre aquel doctor, toda esta historia no es más que el delirio de un lunático.

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