No estoy de acuerdo con la manía de prohibir la participación de artistas o deportistas por pertenecer a uno u otro país en competiciones internacionales. Es una contaminación política que carece de cultura y de todo fair play. El arte y el deporte deben estar por encima de los nacionalismos. Así lo demostraron ese negro magnífico, Jesse Owens, y el bravo ario, Luz Long, dando al mundo una lección de nobleza que hizo morderse el mostacho al esnob plebeyo Adolf Hitler en los Juegos Olímpicos de Berlín.
En el deporte y la cultura, como en todo lo demás, valen más las personas que sus países de origen. Son formas excelsas de fomentar la amistad y los valores. Y derriban muros que los políticos más repugnantes sueñan alzar.
Los gobiernos de Washington y Moscú se boicotearon mutuamente en diversos juegos para desesperación de sus deportistas y aficionados. ¿Era eso una solución? Por mucho asco que nos de la política de un país, ¿hay que extenderla a sus músicos o atletas? ¿O tal vez tienen miedo de los beau geste que abundan en el arte y el deporte, que abren puentes en vez de construir muros?
¿Manifestaciones y libertad de expresión? En el rinconcito democrático del mundo se dan por supuesto. Y también gloriosas escapadas como la del fauno Nureyev en París. Atletas y artistas pueden dar lecciones magníficas que sirven realmente a la paz, al contrario que el discurso populista de cualquier vampiro del poder que aplaude la kale borroka.
Y que conste que ni el ciclismo ni eurovisión me interesan lo más mínimo. Y que lo que está pasando en Gaza, campo de concentración, es tan terrorífico como vergonzoso para la Humanidad.