En el monasterio de Leyre han regalado a la princesa Leonor un licor de hierbas y una botella de ginebra. ¡Olé! Presentes simbólicos que recogen la tradición alcohólica de nuestra civilización cristiana, cuando en la Edad Media los monasterios custodiaban el saber en peligro por las invasiones bárbaras todavía sin civilizar, al mismo tiempo que destilaban maravillas espirituosas gracias al alambique, traído por los árabes desde Egipto y perfeccionado por los alquimistas Ramón Llull y Arnau de Vilanova. Obsequios que harán rasgarse las vestiduras a fanfarrones de la sobriedad y otras tristes criaturas de la estúpida corrección política, que condenan el placer de la copa que tantos versos ha inspirado. ¿O es que alguien conoce algún poeta abstemio?
El alcohol, eau de vie, fue una de las grandes contribuciones hispanas a la Europa que empezaba a despertar al amor a la Dama con los trovadores. ¿Piedra filosofal? Fue una piedra líquida y espirituosa la que actuó como plataforma etílica al Renacimiento, que asomó por Occitania. Y la palabra alcohol, como tantas maravillas, es de origen árabe y hace referencia al espíritu sanador; por eso, en lengua inglesa, lo llaman spirit.
Pero la civilización puede ser de ida y vuelta según el puritanismo castrador, que a veces asalta el poder tanto en Washington como Florencia o Bagdad. Siempre se ha escrito mejor en la taberna que una hamburguesería, entre los olivos antes que un arrabal industrial; cantar a una ninfa que aparece súbitamente en un claro del bosque es más fácil que loar a un oficinista cumplidor. Aunque el milagro de la copa, como bien saben bacantes y filósofos vitalistas, sufís y monjes cristianos, hetairas, apsaras y salomés, alegra y afina la mirada del corazón, que es como se admira mejor el eterno milagro de la vida.