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Opinión

Belleza robada

Museo del Louvre de París (Francia) | Foto: LOUVRE /X

| Ibiza |

Los ladrones de obras de arte lo hacen generalmente por encargo de coleccionistas y fetichistas obsesionados que acostumbran a tener buen gusto y ningún reparo. Solo los cándidos se preguntan por qué se roban obras muy conocidas que nunca podrán ser subastadas públicamente. La razón es sencilla para todo amante de la belleza: Resulta excitante para el ego eso de tener en casa una obra inmortal sin tener que compartirla con las legiones de turistas de museo. Y las joyas robadas del Louvre, de la española Eugenia de Montijo, amiga, inspiradora y confidente del autor de Carmen, el romántico Merimée, seguro que adornarán la testa de alguna amante con efecto más poderoso que cualquier viagra, como las joyas de Troya que encontró Schliemann lucían de nuevo esplendorosas en su mujer como Helena reencarnada.

«Puso Dios en el mundo la belleza para que fuera robada. Después de todo, es el robo un acto de admiración hacia lo hurtado, que anda más cerca del heroísmo que la civil y tranquila fruición al amparo de las leyes. Cuando el objeto bello es una mujer, la incitación al rapto se potencia porque también, en cierto modo, puso Dios en el mundo a la mujer para ser arrebatada. No digo yo que deba ser así, pero ¿qué le vamos a hacer si Dios lo ha arreglado de esta manera?».

José Ortega y Gasset escribía así sobre el famoso robo de la Mona Lisa, también en el Louvre. Un robo que fue vaticinado un año antes por una novelita escrita bajo seudónimo; un robo en el que estuvieron implicados Picasso y Apollinaire, que admiraban alucinados la obra maestra donde Leonardo plasmó los secretos de su propia alma. La belleza robada puede ser muy gioconda y fetiche poderoso.

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