A finales de los 60, tras el Concilio Vaticano II y en una España donde el régimen vivía sus últimos coletazos, se respiraban unas desmedidas ansias de modernidad. En este contexto se trasladó a Don Mariano, un viejo cura de pueblo chapado a la antigua, de esos de sotana, manteo y sombrero, excombatiente y bonachón para más señas, a la iglesia de un humilde barrio en las afueras de Madrid. Sirviéndose de doctrinas eclesiásticas tradicionales, en medio de un clima revolucionario y anticlerical y ante la escasa asistencia de feligreses a sus misas, es visitado por un representante del Obispado que le conmina a actualizar su apostolado con técnicas similares a las empleadas por el joven y moderno sacerdote de una parroquia vecina en la que se organizan coloquios, se practica judo y hasta un grupo yeyé anima las liturgias. Es así como el párroco, para atraer más seguidores, se embarca en una aventura que propiciará episodios rocambolescos que culminarán con la clásica y efectiva idea de representar un belén viviente que sea retransmitido por televisión.
Esta es la amable historia de ¡Se armó el belén!, una película española dirigida por José Luis Sáenz de Heredia y estrenada en 1970 que cuenta con un solvente elenco de actores encabezado por Paco Martínez Soria. A pesar de su candidez, en ella se aprecian detalles de los problemas sociales más candentes de la época, como la escena en que su protagonista suelta eso de que «no hay que esperar a casarse para bañarse». También otras, como la venta de valiosas tallas religiosas por cuatro perras para instalar micrófonos en las parroquias o los piquetes informativos que servían para espantar lo que molestaba a sus intereses. Destacables son las ocasiones en que Don Mariano, al más puro estilo del Don Camillo y Peppone de Guareschi, tiene que vérselas con los capitostes sindicales del barrio. En definitiva, una entretenida comedia convertida en un clásico navideño que cuestiona la imparable voluntad de subvertir lo tradicional en pro de una superflua modernidad.
Pues bien, para sorpresa de algunos, y coincidiendo con el encendido de las luces que dan el pistoletazo de salida a las entrañables fiestas navideñas, se conoció que el fiscal general del Estado, juzgado por la Sala Penal del Tribunal Supremo dada su privilegiada condición de aforado, iba a ser condenado como autor de un delito de revelación de secretos a una pena de multa e inhabilitación para el ejercicio de su cargo. Y claro, como en la peli, ¡se armó el belén! Porque desde ese mismo instante se desencadenaron toda una serie de cuestionables reacciones, desde titulares de prensa incendiarios a duras afirmaciones de representantes públicos, pasando por una manifestación de protesta ante las puertas del propio tribunal.
Se ha llegado a afirmar que el fallo «es una auténtica vergüenza», que «está basado en indicios débiles y sin una sola prueba directa de filtración» constituyendo «un intento de interferir en la vida democrática de nuestro país». Incluso que es «la prueba más clara de que algunos sectores del Poder Judicial han decidido entrar en combate político contra el Gobierno». Se ha dicho sin ambages que se trata de un acto de «golpismo judicial, mediático y político», que hay que proteger a la democracia «de aquellos que creen que pueden tutelarla» o que ahora «los golpes de Estado se hacen en sede judicial», sentenciando sin sonrojo que «hace mucho tiempo que una parte del Poder Judicial hace política y utiliza su toga para ir en contra de unas personas, movimientos, ideas y partidos determinados». Casi nada.
Pero lo más sorprendente es que estas afirmaciones se realizaron sin tan siquiera haberse publicado la sentencia condenatoria, es decir, sin conocerse los razonamientos jurídicos que condujeron al tribunal, por mayoría de cinco de sus siete miembros, a alcanzar la convicción sobre la comisión del delito, pudiendo incluso los disidentes, a través del correspondiente voto particular, argumentar aquellos que les condujeron a lo contrario como muestra de la discrepancia jurídica y riqueza del sistema propio de un órgano colegiado, no como posicionamiento ideológico de sus miembros. Es curioso que quienes realizan estos temerarios pronunciamientos, que solo contribuyen a crear en la sociedad una imagen distorsionada de un elemento tan esencial para la convivencia como es la justicia, no solo no la hayan leído todavía, sino que dudo que lo hagan de forma íntegra cuando esté redactada. No estuvieron presentes durante los seis días que duró el juicio, en su mayoría en sesiones de mañana y tarde. No escucharon la declaración de los más de cuarenta testigos y peritos que depusieron en ellas. No han leído ni uno solo de los miles de folios que habitualmente conforman unos autos de semejante calado. Y, evidentemente, tampoco son Magistrados de reconocido prestigio, con amplios conocimientos y experiencia en la materia, que hayan sido designados atendiendo exclusivamente a criterios de mérito y capacidad para desempeñar un cargo de tanta relevancia pública y responsabilidad moral.
Ya saben que en este país todos llevamos dentro un seleccionador de fútbol. Ahora parece que también un jurisconsulto. Que sí, que confiamos ciegamente en la justicia, pero solo hasta que nos es contraria, pues entonces deja de ser justa. Que se habla de lawfare, pero precisamente por quien continúa repartiéndose como cromos a los integrantes del comodín del Tribunal Constitucional o del Consejo General del Poder Judicial e incluso ficha para sus filas a miembros de la judicatura. ¿Creen que tras valorar la prueba practicada un juez condenaría a una persona, a sabiendas de considerarla inocente, por una mera cuestión partidista o ideológica ajena a un riguroso análisis de los hechos y del Derecho aplicable? ¿Harían ustedes algo así? Tal vez sea un iluso empedernido, pero confío firmemente en la justicia y en los principios y valores de quienes la imparten, porque creo que, como concluía aquella entrañable película, «los hombres, por encima de las ideas, se pueden entender por el corazón».