Teodoro, un joven ingeniero español que trabajaba como profesor en la Universidad de Oklahoma y que regresa a España para disfrutar de un año sabático, llega a un pequeño pueblo perdido de la Sierra del Segura en Albacete junto a su peculiar padre, quien, tras confesarle que ha matado a su madre, le regala en compensación una moto con sidecar para viajar juntos. Aunque la población parece estar desierta, sus habitantes realmente se encuentran en misa, como cada día del año. Nada es lo que parece, porque en medio de este inhóspito mundo rural comienzan a producirse situaciones completamente surrealistas, esperpénticas y absurdas que desafían la lógica y el sentido, como las elecciones que se celebran cada año para designar puta, monja, adultera y marimacho o la visita de estudiantes norteamericanos, meteorólogos belgas, un grupo de disidentes de los coros del ejército ruso o invasores camuflados de una población vecina. En la localidad convive una caterva de personajes excéntricos como un cura aclamado por sus fieles, un guardia civil literato que anima a los lugareños a emborracharse, un alcalde que amenaza con suicidarse si no puede convivir con una voluptuosa mujer, un maestro que imparte sus clases con góspel, un médico que disfruta viendo como mueren sus pacientes, un borracho capaz de desdoblarse, un anciano racista amante de las calabazas, un negro catecúmeno o un argentino exiliado que comete el grave error de plagiar a Faulkner.
Esta es la disparatada trama de «Amanece, que no es poco», una película de humor absurdo dirigida y escrita por José Luis Cuerda, estrenada en 1989 y protagonizada, entre otros, por Antonio Resines, Luis Ciges, Chus Lampreave, María Isbert, Gabino Diego y Enrique San Francisco, que no consiste solo en una comedia con una profunda crítica social vigente todavía en la actualidad, sino de un auténtico tratado de surrealismo y de un monumento al absurdo convertido en un clásico atemporal de nuestro cine. Su original título hace referencia a la teoría del filósofo David Hume relativa a que el conocimiento humano no puede predecir los acontecimientos, puesto que, por ejemplo, aunque lo haya hecho siempre, nada nos asegura que mañana amanezca. Podemos creer que así ocurrirá por hábito, costumbre o repetición, pero nunca podremos afirmarlo con total certeza, porque sencillamente no tenemos una justificación racional para la mayor parte de las cosas en las que creemos.
Pues bien, como saben, en breve tendrá lugar en nuestras islas la implantación y entrada en funcionamiento del Tribunal de Instancia por obra y desgracia de la sorpresiva Ley Orgánica 1/2025, una nueva organización judicial que arrasará con todo cuanto conocíamos hasta el momento en un intento desesperado por mejorar la eficiencia del Servicio Público de Justicia en nuestro país, premisa ésta recogida en su propio título, cuando se carece de toda justificación racional, como en la teoría de Hume, para creer con rotunda certeza que se alcanzará su ansiada finalidad. Más bien al contrario, han sido muchas las voces que durante este año han alertado del caos que se avecina teniendo en cuenta los resultados obtenidos en su previa instauración en otros territorios del Estado. Tengan en cuenta que llueve sobre mojado y que el problema endémico de la Justicia creado por el desinterés demostrado a lo largo de los años no se remedia de la noche a la mañana con un cambio de rótulo, moviendo a las personas de sitio o creando nuevos equipos de trabajo, sino con una decidida, adecuada y suficiente inversión. Y no de una cualquiera tendente a que la bola de nieve deje de crecer y crecer, sino a conseguir que se derrita completamente y para siempre de una vez por todas.
Si analizamos la otra vertiente de la norma, aquella que pretendía impulsar la misma eficiencia desde el punto de vista procesal, ocurre tres cuartos de lo mismo. Porque a la atribución de mayores competencias a los Juzgados de Violencia sobre la Mujer, que supone truncar de golpe su relevante especialización fundacional, se le ha unido la creación de hasta 50 nuevas plazas de jueces cuando bien podrían haberse mantenido estas materias en mano de unos jueces de instrucción experimentados que se hubieran visto reforzados a través del respectivo aumento de puestos. Lo mismo acontece en el proceso civil, porque a la atrocidad que supone el incidente previsto por el artículo 438.10 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, que entorpece severamente la tramitación y resolución de los juicios verbales que iban por el camino de ser rápidos, se ha unido la impuesta necesidad de agotar alguno de los Medios Alternativos de Solución de Controversias legalmente previstos con carácter previo a demandar, lo que ha supuesto un aumento considerable del tiempo necesario para el inicio y resolución de procedimientos judiciales tan necesitados de premura como los desahucios o los monitorios.
Y es que esta reforma, junto a otras que pretenden llevarse a cabo y que afectan severamente la configuración de nuestro ordenamiento jurídico, no hacen más que abrirnos la puerta de la realidad para mostrarnos que nada es lo que parece, aunque lamentablemente acabará siéndolo. Porque cualquier reforma de la Justicia que no pase por aumentar los medios personales y materiales para absorber las elevadas cargas de trabajo existentes quedará en mera agua de borrajas que más pronto que tarde nos devolverá con fuerza nuestras propias miserias. La Justicia es en la actualidad un enfermo terminal que languidece mientras muchos son los testigos silenciosos que esperan para asistir a su funeral, lo que nos recuerda la famosa escena de aquella película en la que el médico del pueblo suelta eso de «¡Se me está muriendo divinamente, te lo juro! De los años que llevo de médico nunca había visto a nadie morirse tan bien. Qué irse, qué apagarse, con qué parsimonia. Estoy disfrutando que no te lo puedes ni imaginar». Veremos por dónde sale el sol en este nuevo amanecer, si es que amanece. Avisados están.