El miércoles pasado falleció el padre de mi pareja en Valencia; muy joven, solo tenía 58 años. En realidad, mi suegro, Toni, murió el sábado día 6, de madrugada, cuando desde el hospital público en el que estaba ingresado nos informaron que pasaba a UCI. Lo mantuvieron con vida con un respirador artificial porque era donante de órganos. La huelga de médicos no permitió programar las correspondientes intervenciones quirúrgicas para extraerle los riñones y trasplantarlos a dos enfermos renales. Gracias a ese acto extremo de generosidad, dos pacientes verán aumentada su esperanza de vida. Sin embargo, mi familia política ha padecido un enorme sufrimiento, pues ha soportado una muerte a cámara lenta, con lo que eso significa en términos emocionales. Una auténtica montaña rusa con un enorme menoscabo anímico. Si una muerte es siempre dolorosa, cuando el duelo se alarga más de la cuenta, el proceso se convierte en un calvario. Nos alivia saber que dos pacientes tienen sendos riñones que les permitirán dejar de ir a diálisis. Pero, si les soy sincero, hubo momentos en los que pensé que no merecía la pena. Ahora que lo peor ha pasado, no opino igual. Al contrario, me atrevo a contarles todo esto por dos razones. La primera, para dar las gracias al personal sanitario que durante su ingreso hospitalario, atendió a Toni día y noche, sabiendo que el pronóstico era muy malo. La segunda, para animarles a meditar la posibilidad de ser donantes de órganos. El día que operaron a mi suegro yo volé de Palma a Valencia. La experiencia en el aeropuerto de Son Sant Joan fue horrible, incluyendo la fechoría de Iberia de anunciar un retraso de cinco horas en el vuelo, enmascarando una cancelación. Me indigné, pero por poco tiempo. No merecía la pena. Hay cosas peores, como las que les acabo de contar. Y es que a veces nos quejamos por poca cosa. Más triste es un funeral.
Una despedida a cámara lenta
Joan Miquel Perpinyà | Baleares |