En la calle Algemesí, justo donde antiguamente se ubicaba la parada de taxis y autobuses de Santa Eulària, hay un bar que parece resistir imperturbable al paso del tiempo. Se llama Casa Valentín, y aunque el nombre cambió en los noventa, su esencia permanece intacta desde que abrió sus puertas en los años ochenta. Aquí no hay cafés con nombres imposibles ni tostadas con ingredientes impronunciables. Lo que hay es barra, cocina casera, parroquianos fieles y ese aire familiar que solo se respira en los bares de siempre.
«Como siempre»
Tras la barra, Vanessa Henares sirve cafés, pinchos de tortilla y bocadillos con la naturalidad de quien ha crecido entre comandas y platillos. Desde 2017 está al frente del negocio, cuando tomó el relevo de sus padres tras su jubilación. «Solo han cambiado los baños, el resto continúa igual, como siempre», dice con una sonrisa. Y tiene razón. Las mesas, la barra, la distribución y el espíritu del lugar parecen detenidos en el tiempo, en el mejor de los sentidos.
La historia del local se remonta a principios de los años 80, cuando dos ibicencos, Ramón y Carmen, decidieron abrir un bar al que bautizaron como Casa Ramon. Él atendía en la barra, ella cocinaba. Una fórmula sencilla, pero eficaz, que echó raíces en la rutina diaria del pueblo. En 1995, tras una década de trabajo, Ramón y Carmen se retiraron y, un tiempo después tomaron el testigo Valentín y Rosa, los padres de Vanessa. Fue entonces cuando el bar adoptó su nombre actual.
«Siguieron la misma fórmula de siempre, pero se añadieron un buen número de tapas con mi madre en la cocina», recuerda Vanessa con orgullo.
Tapas
Tapas que, aún hoy, son uno de los reclamos más populares del establecimiento. La «frita de pulpo», por ejemplo, tiene casi estatus de plato estrella. Así lo asegura Choni, una clienta habitual que lleva viniendo desde los tiempos de Ramón. «Ya he pasado por tres generaciones distintas en este bar», dice con afecto. «Las tapas siempre han estado buenísimas, pero en cada cambio en la cocina siempre se nota cierto matiz, como cuando cocino yo o cocina mi hija: ella lo hace estupendamente, pero no es lo mismo».
Choni reconoce que en su casa no gusta la frita de pulpo, así que viene a Casa Valentín a darse el capricho. «La como aquí al menos una vez a la semana», confiesa, mientras apura el café. A su alrededor, la conversación fluye con naturalidad entre las mesas. Gente del pueblo, turistas veteranos, trabajadores de temporada... Todos se dan cita en este pequeño rincón donde la rutina tiene sabor a tostada con tomate y a menú del día sin pretensiones.
Pepe, otro de los clientes más veteranos, apura su café mientras rememora los primeros años del bar. «Llevo viniendo desde que lo llevaba Ramon. Entonces era un bar ibicenco normal, como ahora, pero sin tantas tapas. Ahora vengo mucho más que antes», comenta. A su lado, Pedro interviene desde el otro extremo de la barra en una especie de amistosa competición por la veteranía: «Antes me tomaba el café con Ramon, luego con Valentín y ahora me lo tomo con Vanessa». Entre risas y complicidad, ambos resumen sin proponérselo el espíritu de continuidad que define a Casa Valentín: generaciones de propietarios sirviendo a generaciones de clientes.
Ese arraigo se extiende también a los recién llegados. Víctor, por ejemplo, llegó al pueblo hace seis años y desde entonces tiene su mesa fija. «Conocí Casa Valentín gracias a Sergio, que trabajaba aquí como camarero. Ahora ya no está, pero yo sigo viniendo», cuenta. La fidelidad a un bar no siempre viene por la comida o el precio, sino por las personas, por el trato y por esa sensación de sentirse parte de algo más grande que uno mismo.
Virginia y Fernando son otro ejemplo de esta fidelidad. Ambos trabajan cada temporada en Es Canar y, siempre que pasan por Santa Eulària, hacen parada obligada en Casa Valentín. «Es el típico bar de siempre donde desayunar bien, económico y familiar», explican. «De esos que no te clavan cinco euros por un café», añaden con sorna, en alusión a los precios cada vez más desorbitados de la isla.
Fidelidad
Y si hablamos de fidelidad, pocos superan a Steeve y Carol, una pareja inglesa de Yorkshire que asegura haber visitado Ibiza 70 veces desde 1990. «Venimos dos veces al año, en abril y en julio, y todas las veces hemos venido a Casa Valentín», cuentan con una naturalidad que parece convertir sus palabras en ritual. «Nos encanta desayunar en la terraza y ver pasar a la gente. Además, la comida es deliciosa y los precios son muy razonables si los comparas con cualquier otro sitio de la isla».
En la cocina, el relevo también ha sido generacional. María está ahora al frente de los fogones, después de que Claudia, anterior cocinera, se jubilara. Claudia había sido la sucesora de Rosa, la madre de Vanessa. En sala, Andrés es quien completa la plantilla actual junto a Vanessa, que sigue en la barra como una figura central. Vicente, que durante años fue camarero junto a Valentín, también siguió con Vanessa hasta su jubilación. El equipo ha ido cambiando, sí, pero el alma del lugar sigue intacta.
Y esa alma está en los pequeños gestos: en el saludo sin prisas, en la confianza con que se piden las comandas, en el plato del día que sabe a casa, en el desayuno que uno se toma sin mirar el reloj. En un pueblo como Santa Eulària, donde lo nuevo llega cada verano con fuerza y lo viejo a veces desaparece sin avisar, lugares como Casa Valentín funcionan como anclas. Lugares que no cambian porque no lo necesitan. Lugares donde la rutina se convierte en refugio.
«Es un bar de toda la vida», repiten muchos de sus clientes. Pero esa frase, tan usada y tan cierta en este caso, encierra algo más que nostalgia. Es también una declaración de principios, una resistencia tranquila frente a la velocidad del turismo y los cambios de moda. Casa Valentín no necesita reinventarse. Le basta con seguir siendo lo que ha sido siempre: un sitio donde desayunar bien, comer casero y sentirse como en casa.
Lo bueno debe de mantenerse siempre.