La Grifería cerró sus puertas este pasado sábado, día 25 de octubre. Fue un cierre sin ruido, discreto, como lo quiso su dueño, Manuel de la Esperanza —Manolo para todos—, que el domingo reunió a familiares y amigos en una pequeña fiesta privada para despedirse de la taberna que ha regentado durante casi dos décadas. «No he querido hacer mucho ruido con la despedida», explica con su habitual serenidad.
Madrileño de Chamberí, nacido en 1966, Manolo cambió hace 20 años las giras internacionales por la vida tranquila de Ibiza. Antes de llegar a la isla fue tour manager de artistas como Phil Collins, Estopa, Sergio Dalma o Navajita Plateá, un oficio que lo llevó a recorrer medio mundo y a acumular anécdotas tan insólitas como encontrarse con Sting haciendo yoga en un baño o empujar por accidente a Robert Smith sin saber quién era.
Su destino cambió en el año 2000, cuando viajó a Ibiza acompañando a Sergio Dalma para un concierto de las Festes del Vuit d’Agost. Tras la actuación, la entonces concejala de Fiestas, Sandra Mayans, los invitó a comer a Ca n’Alfredo. Allí conoció a Belén, una mujer discreta que, sin proponérselo, le cambió la vida. «La vida como road manager es incompatible con un matrimonio», reconocía años después. Por ella, y por la isla, abandonó el vértigo de los escenarios y decidió empezar de cero.
El origen
Así nació La Grifería, en 2005, «de un oficio esclavo a otro oficio esclavo», como solía bromear. «Cuando monté esto los alrededores eran casi todo descampados. Allí estaba el Minigolf, allá el Gorila y un poco más lejos creo que había una guardería. Sin embargo, aunque me dijeran que estaba loco, yo estaba convencido de que pasaría esto: ahora estamos en pleno centro y justo enfrente acaban de construir un edificio con no sé cuántas viviendas. Tan loco no estaba».
Durante estos 20 años, La Grifería ha sido mucho más que una taberna. Era un lugar donde se mezclaban vecinos, músicos, curiosos y amigos, un punto de encuentro con alma, donde Manolo ejercía de anfitrión con la naturalidad de quien ha hecho de la barra su escenario. «A mí me gusta decir que soy tabernero. Esta palabra me recuerda a mi Madrid. Además, ser tabernero es dar placer a la gente, y eso es lo que me gusta».
En La Grifería se celebraron victorias y derrotas deportivas, se compartieron confidencias y se vivieron tardes largas que se convertían en noches. «Aquí hemos ganado mundiales, eurocopas, Roland Garros... Hemos vivido momentos muy grandes», recuerda con una sonrisa. «Este trabajo me encanta, tengo una cuadrilla magnífica con los que siempre nos juntamos y reímos».
Sin embargo, las circunstancias de la isla y el peso del día a día terminaron por inclinar la balanza. «Hacía tiempo que me planteaba traspasarlo, pero sin mucho interés. Ahora me han pillado en otro momento y me han soltado lo que pedía, así que lo traspaso», comenta sin dramatismo. La decisión, dice, llega después de muchos pequeños desgastes acumulados: «Son muchas las gotas que se acumulan hasta rebosar el vaso: problemas de personal, la presión fiscal que tenemos que soportar los autónomos…».
Su tono se vuelve más grave cuando habla de las dificultades del sector. «Cuando lo haces todo de manera legal te llega justo para vivir medianamente bien. He pasado de pagar 1.800 euros de basuras el año pasado a 3.300 este año y esto es solo un ejemplo. Además del control exhaustivo al que nos someten a los autónomos, te da la sensación de ser un delincuente».
Tampoco la situación de los trabajadores ayuda. «En cuanto al tema del personal, ¿qué profesionales vamos a tener si tienen que vivir en chabolas, furgonetas o tiendas de campaña? La gente buena que venía ya no se lo puede permitir». Aun así, este año logró mantener un equipo del que se siente especialmente orgulloso: «Este año tengo un equipo de gente muy profesional, eso sí: se les paga bien».
El propio Manolo reconoce que el público también ha cambiado. «Ahora la gente no gasta. Están en el hotel con su pulsera y, cuando salen, es para gastárselo todo en las discotecas. Ahora solo viene este tipo de gente o otra muy, muy rica que no viene por estos sitios». La Ibiza que lo enamoró hace dos décadas, la de los bares con alma y las sobremesas interminables, parece diluirse entre el turismo masivo y los precios desorbitados. «Por el momento me quedaré en Ibiza mientras me dure el contrato de alquiler, después ya se verá. La isla se ha puesto imposible».
Aun así, el balance de estos años es positivo. «La mente borra los malos momentos, que también los ha habido, y se queda con los mejores», reflexiona. «Lo único que he hecho estos 20 años en Ibiza es dar un servicio a la gente, generar cierta riqueza y dar de comer entre cinco y nueve familias al año».
Quizá por eso no se despide con tristeza, sino con una mezcla de orgullo y alivio. «¿Qué haré a partir de ahora? Seguir vivo», dice con media sonrisa. Quien lo conoce sabe que no es una frase hecha: Manolo, el payés madrileño que cambió la fama por la cercanía, los camerinos por la barra y los focos por la luz amable del Mediterráneo, seguirá haciendo lo que mejor sabe hacer: disfrutar de la vida y de la gente, aunque esta vez sea desde el otro lado del mostrador.
Buena suerte y buen viaje Manolo…..muchas gracias por estar siempre allí y hacer barrio, y por tus alhambras verdes de professional……y esos pedazos de cacahuetes tostados tan ricos que servíais……te echaremos de menors griferia….