«Nadie se hace millonario trabajando»

Sílvia Moreta cambió hace diez años su profesión de peluquera para dedicarse al negocio que abrió su abuelo

«Nadie se hace millonario trabajando»

Sílvia Moreta, en su bar.  | Toni P.

| Ibiza |

Sílvia Moreta (Ibiza, 1972) es la responsable del bar Can Moreta que su abuelo, Teodoro, abrió en el edificio que él mismo construyó a mediados de los años 50 del siglo pasado.

— El bar Can Moreta es más que un clásico de Vila, ¿me puede explicar un poco cuándo empieza?
— El bar lo fundó mi abuelo en 1958, Teodoro Moreta, en el edificio que construyó junto a mi padre, en el terreno que se compró. En aquellos tiempos aquí no había absolutamente nada. Al principio era bar, tienda y pensión. También llegó a tener durante un tiempo taquillas para los militares, que cuando tenían permiso dejaban la ropa militar y el petate aquí para irse de fiesta por Vila.

— ¿Su abuelo era ibicenco?
— No. Mi abuelo era de Ávila, era militar, de los regulares. Cuando vino a Ibiza, como regular, conoció a mi abuela, Catalina Escandell de Can Coques (Sant Josep), se casó con ella y se quedó aquí. Eran muy jovencitos, mi abuela 16 y él no muchos más.

— ¿Ha sido siempre su familia quién lo ha llevado?
— No. Aunque mi padre lo llevó con mis abuelos hasta que ellos murieron. Entonces, lo alquilaron, durante unos 30 años a Jesús y a César. Yo siempre le había dicho a mi padre que quería hacerme cargo del bar, pero me dejó claro que hasta que no se jubilaran Jesús y César, nada.

— Y se jubilaron.
— Así es. Hace 10 años. En ese momento, nos liamos la manta a la cabeza y nos pusimos en marcha empezando por las reformas. Solo quedó la barra, que es la que ha estado aquí siempre, y un mueblecito que hay detrás. A todo lo demás le dimos un cambio; quise cambiar el concepto, manteniendo el espíritu clásico para la gente del barrio, pero con un toque abierto a todo el mundo. Reconozco que lo que me movió fue más la idea romántica de recuperar y mantener el negocio que había puesto en marcha mi abuelo.

— ¿A qué se dedicó hasta poder hacerse cargo?
— A la peluquería. Tenía una peluquería con mi madre, Marcela, en un local de la calle Juan de Austria. También me viene de tradición, mi abuelo era barbero. Pero tengo que reconocer que a mí no me gustaba estudiar, pero todos mis amigos se iban a Palma a continuar sus estudios. Así que decidí ir yo también a Palma, pero para hacer los estudios de peluquería. Estuve allí dos años. La peluquería la tuvimos durante 20 años. Los dos últimos estuve compaginando la peluquería con el bar. Casi muero.

— Fue un cambio muy radical. ¿Le resultó muy duro?
— Lo fue. Sí. Empezando porque mi padre no entendía el concepto de bar que yo quería. Él prefería el concepto de bar de toda la vida, como era el Concord o Ses Galtes. Yo no quería un bar de barrio, quería trabajar con gente de aquí, pero que también fuera lo suficientemente atractivo para que viniera gente de fuera a tomar unas tapas o lo que sea.

— ¿Lo ha conseguido?
— Sí. Sigue viniendo la gente del barrio, del juzgado y de negocios de por aquí cerca. Se puede decir que hemos aumentado la clientela de manera considerable. Ahora viene gente de todos lados, incluso turistas que vienen todos los años y ya nos conocen o gente que viene en temporada a trabajar. Hemos conseguido ser un bar de todo el día. Que no se nos identifique solo en un sitio para ir a comer o solo de copas. Es un bar al que puedes venir en cualquier momento a tomarte lo que quieras.

— La peluquería y la hostelería son dos mundos muy distintos, ¿satisfecha con el cambio?
— Sí. Ser peluquera es muy duro. Lo hice durante 20 años y lo hice muy a gusto. Pero te repito que es muy duro, tanto físicamente (todo el día de pie, con los brazos en alto, con el secador y las tijeras o el peine) como psicológicamente. Y es que con cada clienta tienes que estar, como mínimo, media hora. Hay gente adorable, pero hay otra que te cuenta su vida y espera que le hagas de psicóloga.

— Entonces no es una leyenda urbana lo de la peluquería-confesionario.
— No. Es totalmente cierto, tanto mujeres como hombres.   

— La hostelería no se caracteriza por ser un sector precisamente tranquilo. ¿Compensa?
— Cierto, pero sí que me compensa. También es duro. Son muchas horas y siempre hay imprevistos; si no se estropea una cosa se estropea otra. Siempre hay cosas. Pero te aseguro que ahora tengo más libertad de la que tenía antes. También gracias a que tengo un equipo fenomenal. Ganamos un sueldo normal y tiramos para adelante, que nadie se hace millonario trabajando.

— No es fácil, y menos ahora, conseguir un buen equipo en la hostelería.
— A mí me ha costado mucho conseguirlo. Los cinco primeros años fueron muy difíciles en este sentido. Suerte que en la cocina, desde el principio, he tenido a Dora. Pero fuera, hasta que llegó Yelén hace cinco años, fue toda una odisea. Ahora están también Soledad, Maro, Aye y Meli. También está Neus, que está desde el principio y se encarga de la cocina por las mañanas.

— Un equipo femenino. ¿Es ese el truco?
— No está buscado intencionadamente. Pero es verdad que de todos los hombres que he tenido, solo me ha salido uno bueno. Pero era estudiante y se marchó a terminar. El truco no es otro que llevarse bien y trabajar en equipo.

—Llama la atención la decoración, a base de máquinas antiguas de escribir, de hacer fotos o radios. ¿Es coleccionista?
— No es que sea coleccionista, pero sí puedo decir con orgullo que todo es mío. Nos gastamos un dineral en la obra y, a la hora de decorar, nos quedamos sin presupuesto. Así que tiré de los tesoros que tenía por ahí, más de lo que he ido encontrando en mercadillos. También soy aficionada a la fotografía y mucha gente me regala cámaras antiguas.

— También tiene fotografías expuestas, ¿son suyas?
— Dos de ellas sí. Las demás son de un amigo fotógrafo francés, Guillaume Blonce, que me las dejó aquí.

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