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«Me gustaría que, en vez de budas, pusieran vírgenes»

Tras su paso por Sant Agustí, don Álvaro es ahora párroco de Sant Miquel y de Santa Gertrudis

Don Álvaro frente a la iglesia de Santa Gertrudis.    | Toni Planells

| Ibiza |

Álvaro Enrique González (Medellín, Colombia, 1966), es más conocido como don Álvaro. Sobre todo en Sant Agustí, donde ha ejercido como párroco durante 15 años, como en Sant Miquel y Santa Gertrudis, donde ejerce desde hace unos meses.

— ¿Cuándo llegó a Ibiza?
— Llegué a Ibiza el 4 mayo de 2006, después de haber pasado 10 años en Brasil. Llegamos cuatro curas de Medellín de los que solo quedo yo. Llegué como vicario de Sant Antoni para después compaginarlo con mi labor como párroco en Sant Agustí. Ahora llevo unos meses como párroco en Santa Gertrudis y en Sant Miquel. Se puede decir que me ha pasado lo mismo que a tantos viajeros de todo el mundo, que al llegar a la isla se han quedado enamorados de ella. Y eso que debo reconocer que cuando me dijeron que tenía que venir, no sabía ni dónde estaba Ibiza.

— ¿Hay alguna razón por la que coincidieran cuatro sacerdotes de Medellín en Ibiza?
— Sí. El entonces obispo de Ibiza, Vicente Juan, y el obispo de Medellín son buenos amigos. Le pidió sacerdotes y vinimos nosotros.

— ¿Cómo le han acogido los pueblos de Santa Gertrudis y Sant Miquel?
— De una manera fantástica. La gente, tanto de aquí como de allí, son una maravilla. Hemos encajado muy bien.

— ¿Echa de menos a sus parroquianos de Sant Agustí?
— Claro. Es lo normal después de tantos años conociendo a la gente. Lo que toca ahora es ir conociendo este nuevo destino y hacerse al pueblo. Nuestro trabajo, nuestra vocación es así.

— ¿Se ordenó usted muy joven?
— Sí, me ordené en Medellín con 25 años, en 1991. Desde pequeñito ya le venía diciendo a mi madre, Rosmira, que quería ser sacerdote. Al final entré en el seminario con 18 años. Estuve ejerciendo durante dos años en Medellín antes de ir a Brasilia. También estuve durante dos años estudiando en Roma.

— ¿Qué tal en Roma?
— Maravilloso. Allí tuve la oportunidad de conocer a dos Santos, a la Madre Teresa de Calcuta y a Juan Pablo II. A Juan Pablo II le conocí en una audiencia. Yo era un auténtico fan, desde pequeñito, de la madre Teresa. Cuando me enteré de que iba a estar en Roma y en qué parroquia se iba a quedar, me acerqué junto a otro cura y la abordé en una sala en la que estaba. Le pedí una foto y otra monja nos la hizo. Me dijo ‘pray for me' [reza por mí], yo le contesté ‘God bless you' [que Dios te bendiga]. Sigo manteniendo la foto, claro.

— ¿Cómo está la vocación?
— Ha bajado mucho. Se necesitan muchos más jóvenes; lo que pasa es que son otros tiempos y la juventud busca otras cosas. Ahora les atrae más un tipo de espiritualidad líquida que está más de moda, sobre todo en lugares como Ibiza. Mezclan budismo, astrología y energías del universo sin nada firme ni concreto. Espiritualmente, cada uno se siente llamado de lo que quiere, pero yo, como sacerdote cristiano, me gustaría que se acercaran Jesús, que no lo conocen, antes de abrazar otras espiritualidades indefinidas. La isla está llena de Budas y yo me pregunto al verlos: ¿por qué no habrá alguna de la Virgen María? Me gustaría que, en vez de Budas hubiera Marías. En mi país eso es lo más normal. También es verdad que la vida del sacerdote, dedicado a la oración, no atrae a la juventud.

— ¿Cómo es el día a día de un sacerdote?
— En una parroquia siempre hay gestiones que hacer. Cuando no se estropea una cosa, hay que organizar otra. Hay que arreglar cosas del obispado, preparar las misas. Aparte, hago otras cosas como la delegación del clero, soy conciliario de Manos Unidas o arcipestre de esta zona. También están las labores normales de cada casa, estar pendiente de la catequesis y sobre todo estar pendiente de la gente. Hay que visitar a la gente y a las familias. Durante la pandemia estuve visitando y dando la comunión a un par de personas mayores. Esto ya se hacía antiguamente, se le llamaba salpassa, el cura iba bendiciendo las casas con el monaguillo a cambio de un presente. Yo no pido nada por las visitas, solo faltaría, pero es verdad que nunca falta un café o una bolsita de huevos. Lo que más me gusta es que me reciben con un «bon dia mossènyer, benvingut. Segueu, segueu!».

— ¿Habla usted ibicenco?
No el parlo pero l'entenc. Eso sí, la misa de los sábados por la tarde la doy en eivissenc. De la misma manera que aprendí portugués en Brasil. Allá donde fueres, haz lo que vieres. Cuando llego a un lugar soy yo quien debe adaptarse a él, no el lugar a mí. No me sirve la excusa de que aquí entienden el castellano. Es una cuestión de respeto.

— Siendo usted de Medellín, no me resisto a preguntarle por su ciudad natal en su juventud, cuando estaba dominada por Pablo Escobar.
— Sí. Nos tocó vivir toda esa época de violencia. Era la época en la que terminaba el Bachillerato y comenzaba el seminario. Fue una época difícil, mataban a policías, explotaban bombas y había mucha violencia hasta que terminó. Cada día nos desayunábamos con las noticias que Pablo Escobar había hecho matar a tantos policías en tal o cual barrio, o una bomba explotada, o la guerra entre narcos. Yo tuve la suerte de estar en un barrio tranquilo, en el barrio de Belén. Los barrios de la periferia eran más peligrosos.

— Aparte de su trabajo como sacerdote, ¿tiene otras aficiones?
— El deporte es algo muy importante para mí. También soy muy aficionado a la magia y a las bromas, tengo tres libretas con una recopilación de 1.561 chistes de todo tipo de humor.

— No me resisto. ¿Me cuenta uno?
— Un cura dice, ‘hermanos, se ha perdido la Fe', y un borracho se levanta y dice ‘¡de aquí no sale nadie hasta que aparezca!'.

— La Iglesia es una institución muy seria. ¿Cree que le falta sentido del humor?
— La Iglesia debe ser seria, pero también tiene que ser alegre. Una cosa no quita la otra. Ser serio es ser responsable y asumir las responsabilidades. Más que en contraposición a la seriedad, considero que el humor va en paralelo a la alegría.

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