Nieves Guasch (Ibiza, 1962) lleva tres décadas llenando de color y simpatía la calle d'es Fornàs, en el barrio de Can Escandell, donde tiene su floristería. Las flores que expone en la parte exterior de la tienda se encargan del color. La simpatía la aporta Nieves con todas y cada una de las personas que cruzan la puerta de Es Romaní.
— ¿De dónde es usted ?
— Por parte de mi padre, Vicent, de Ca na Lluca, de Sant Llorenç. Por parte de mi madre, Maria, somos de Sant Jordi, de la parte de Can Raspalls.
— ¿A qué se dedicaban en su casa?
— Mi padre había sido cocinero en su juventud. Fue de los primeros cocineros que hubo en los hoteles de Ibiza. Aprendió en Palma, donde se fue muy jovencito a trabajar porque aquí no había de nada. Al volver estuvo en el hotel Figueretas durante mucho tiempo. Mi madre era modista; estuvo cosiendo muchos años, hasta que nací yo.
— ¿Dejó de coser cuando fue madre?
— Sí, cuando yo nací, montaron una tienda de comestibles, Ibosim, que tuvieron en el edificio del mismo nombre durante más de 20 años. Yo había estudiado Turismo y no me atraía dedicarme a la tienda, así que cerraron y montaron otro supermercado con otro matrimonio, lo que después fue la carnicería Plaza. Estaba en el edificio Ibosim, muy cerca de Can Ventosa, en la calle Felipe II. Ese edificio lo dieron por ruina poco después y acabaron por derribarlo.
— ¿Creció en la tienda?
— La verdad es que no del todo. Yo iba al colegio de las monjas de San Vicente y la casa de mis padres estaba en Can Escandell, un poco lejos. Así que, durante la semana, yo estaba con mi abuela, Pepa, que vivía en el muelle, delante del bar La Estrella. Mis padres también hacían vida allí; en cuanto me dejaban durmiendo se iban a su casa. Se puede decir que me he criado entre el puerto de Ibiza y Can Escandell, pasando por el edificio Ibosim.
— Creí que su abuela era de Sant Jordi.
— Sí. Pero es que mi abuelo, Juan, tuvo que huir con su hermano, Mariano, por culpa de la Guerra. De hecho, lo mataron. Mi abuela se vio sola con una hija (mi madre) de tres meses. Así que su hermano Salvador, que tenía el bar Dorado, le estuvo echando una mano junto a su madre (mi bisabuela). Desde entonces vivieron allí, encima de lo que era la mercería La Dalia.
— ¿Por qué huyó su abuelo?
— Se tuvieron que marchar porque habían avisado a su hermano de que lo buscaban para fusilarlo. Pensábamos que había muerto en la batalla del Ebro, pero ahora nos están llegando informaciones de que, en realidad, murió en el mismo puerto de Barcelona nada más llegar. No lo tenemos claro. Y es que, hace muchos años, vino un señor lleno de cicatrices de metralla, a certificar que mi abuelo había muerto junto a él. Vino para testimoniar que mi abuela era viuda y así poder cobrar una pensión. La verdad es que tengo que buscar entre los papeles de mi padre, pero murió el pasado febrero y todavía no he podido reunir fuerzas para recoger sus cosas. [Se emociona].
— Volvamos al edificio Ibosim. ¿Qué recuerdos guarda de ese edificio?
— Buenísimos. Había una gente increíble: estaba Enrique Mayans, la familia de Xicu Tarrés, también estaba Rafa, que había sido profesor de gimnasia en Juan XXIII y también escribió un libro precioso sobre el edificio Ibosim, también estaba Medina, Agustín, del bar Can Pou del puerto y Don Bartolomé, que tuvo que dejar la isla. Ibosim era un lugar especial, piensa que estaba prácticamente fuera de Vila, no tenía ni las calles asfaltadas y los niños estábamos todo el día haciendo melindrus por la calle.
— ¿Qué recuerdos guarda de su infancia por allí?
— Muchísimos. Desde los foguerons de Sant Joan que organizaban los mayores a una vez que se escapó un toro por las calles de la Marina. Se ve que iban a hacer una corrida de toros y, en el puerto, se les escapó el animal. Tendrías que haber visto a todo el mundo corriendo y el toro por ahí suelto. Había otra cosa que, para mí, es una desgracia que se haya perdido: las barracas de los pescadores. Era una preciosidad verlos llegar con el pescado, arreglando las redes... ahora solo hay yates y es una desgracia. Cuando vas a otros lugares, ves que conservan la esencia y me da mucha envidia que nosotros la hayamos perdido.
— ¿Cómo llegó a la floristería desde su carrera de Turismo?
— La verdad es que empecé trabajando en un hotel. En el Ushuaïa [ríe], justo el año que abrió. Lo que pasa es que entonces se llamaba Club Playa d'en Bossa y no molaba tanto. Era un hotel de familia muy acogedor, era un placer trabajar allí. Fue así hasta que se puso en marcha el Space, entonces cambió la clientela que nos traían. Entonces me fui. Pillé una depresión bastante gorda; a veces en la vida hay que caerse para volver a levantarse. Yo me levanté mejor de lo que estaba antes.
— ¿Le cambió la vida esa depresión?
— Sin duda. En mi caso particular, la depresión es de las mejores cosas que me ha pasado en la vida. Piensa que, hasta los 16 años, fui hija única y vivía entre algodones, siete adultos pendientes de mí. Imagínate, lo que la nena quería se realizaba al momento. El mundo era muy fácil y sencillo. Cuando me di cuenta de que el mundo no era eso, no me cuadraba nada. Una amiga me recomendó una psicóloga, a la par, mi madre me llevaba a Sastre para que me levantara el estómago. Un día le dije a Sastre que iba a la psicóloga y me dijo que lo dejara, que lo único que necesitaba para curarme era quedarme embarazada. También le conté a la psicóloga que iba a Sastre. Ella me dijo que, si a mí me iba bien, que siguiera yendo con Sastre, cualquier cosa con tal de salir de ese estado catatónico. Ese día decidí dejar de ir a Sastre y continuar con la psicóloga.
— ¿Y la floristería?
— Con la depresión me había cogido una excedencia en el hotel. Un día me llegó una carta de que se me terminaba. Yo no quería volver a trabajar allí, así que decidí montar una floristería en Can Escandell cuando ni las calles estaban ni asfaltadas. De eso ya hace 32 años, porque estaba embarazada de mi hija Neus, que ahora tiene 31. Mi otra hija es Júlia, que tiene 21 y es educadora infantil.
— ¿No le gustaría que sus hijas continuaran con la floristería?
— No. Yo disfruto mucho, muchísimo con mi trabajo. Cuando me canse o no pueda más, me jubilaré, cerraré y ya está. Mi hija mayor [se hincha de orgullo] es psicóloga y Júlia se acaba de sacar un grado de Educación Infantil y quiere continuar con Logopedia. Nunca les he inculcado que deban seguir con la floristería, es mi negocio y mi vida. Ellas son personas independientes que tienen que hacer su propia vida.