Aurora Moral (Freila, 1952) lleva cerca de 50 años en Ibiza. Una isla a la que llegó con apenas 20 años y de la que se quedó enamorada desde el mismo momento en el que desembarcó.
— ¿Cuándo llegó usted a Ibiza?
— A principios de los años 70. Mi marido, Luis, se había venido aquí antes y ya nos había encontrado trabajo, a mí y a mis padres, José y Aurora. Así que nos pusimos a trabajar en el hotel Simbad. Yo trabajaba de camarera de habitaciones, mi padre de friegaplatos y mi madre fregando copas. Yo estuve unos cuatro años allí, hasta que me casé y me quedé embarazada.
— ¿Qué les movió a dejar su pueblo para venirse a Ibiza?
— La economía. Piensa que en mi pueblo, Freila, tuve que dejar de estudiar a los 12 años para ponerme a trabajar. Si no pasábamos hambre. Mi hermana, María, y yo recogíamos alcaparras, luego venían las almendras y más tarde íbamos a Murcia a hacer el tomate o la aceituna. Mi padre también recogía esparto, lo preparaba y, por las noches, hacía pleitas para hacer el aceite. Todavía recuerdo los gemidos de mi padre, dando mazazos al esparto sobre la piedra, con todas sus fuerzas, para poder ablandarlo.
— ¿Esta era la vida normal de una familia en Freila?
— Sí. Pero te puedo decir una cosa con toda sinceridad. Éramos mucho más felices que hoy en día. Los vecinos nos queríamos, dejábamos las puertas abiertas, los primos nos queríamos como hermanos. Ahora hay mucha lavadora, lavavajillas y muchas moderneces, pero cuando los hermanos crecen, cada uno hace su vida y nadie sabe nada de los demás.
— ¿Su familia era muy humilde?
— Humilde sí, pero no nos faltó nunca de nada. La verdad es que nací en una cueva, todo el pueblo vivía en cuevas (y se vivía muy a gusto). Éramos solo cuatro en la familia y no era lo mismo que ser ocho, como eran en casa de mi marido. También había señoritos en el pueblo. Pero con los años se han cambiado las tornas y esos ‘don' y esas ‘doñas' ahora nos miran de otra manera cuando vamos.
— ¿Antes de venir a Ibiza, había salido del pueblo?
— Como mucho a Baza o Granada, pero si íbamos era para ir al hospital.
— ¿Qué sensación tuvo esa Aurora de 20 años cuando desembarcó en la Ibiza de los 70?
— De estar metida en la cueva, llegar aquí supuso que se me iluminara todo. Eso sí, cuando terminaba de trabajar en el hotel y nos íbamos a las habitaciones en las que dormíamos, que estaban en los sótanos y llenas de literas, era como volver a la cueva.
— Trabajar en las habitaciones del hotel, también supondría un gran cambio para usted.
— Sí. No estaba acostumbrada. Te voy a contar una anécdota: un día estaba haciendo una habitación y resulta que me encontré que había una caja de cerezas. Las cerezas siempre han sido mi perdición y en el pueblo no había visto tantas juntas nunca. Así que pensé que, por una que me comiera, nadie se enteraría. De la primera pasó la segunda y así hasta que me terminé la caja entera. Pensé «tierra trágame» y empecé a sudar como nunca. Decidí bajar a recepción y dar parte de lo ocurrido. Resultó que los clientes entraron justo en ese momento. Me dijeron que no pasaba nada, menos si tenía hambre (aunque lo que me pasó no fue hambre, fue auténtica gula). Al final los turistas me dieron propina y se despidieron de mí al marcharse. Mientras estuvieron aquí me llamaron ‘las cerezas' con humor.
— ¿Hasta cuándo estuvo trabajando en el hotel?
— Hasta que tuve a mi hijo David, tres años más tarde a Raquel y 23 meses después a José Luis. Antes no era como ahora, hasta los cinco años no entraban al parvulario y no se podía trabajar. Cuando empezaron a ir al cole me reincorporé al trabajo en una churrería y más tarde en el Hogar Ibiza. Allí descubrí lo mucho que me gustan y lo bien que me llevo con los abuelos.
— ¿A qué se refiere con lo de los abuelos?
— Hace unos 20 años que soy voluntaria del Ayuntamiento con las residencias. Acompaño a los mayores a las excursiones y visitas. La última al medieval de este año. Menos mal, porque estos dos últimos años han sido muy duros sin poder sacarlos por ahí. Ayudar a estas personas y escucharlas es lo que más me llena. Mira [enseña su brazo con el vello de punta]. Lo he echado mucho de menos.
— ¿Seguro que tiene mil anécdotas en su faceta como voluntaria?
— Ni te imaginas. Sin ir más lejos, este medieval acompañé a un señor que era diabético. En un momento dado me agarró del brazo para que fuéramos por otro lado, un poco apartados del grupo. Allí me dijo que quería comerse una magdalena. Menos mal que en ese momento le pude ver en la tarjeta que llevan, que era diabético. ¡Y mira que se lo había preguntado y me dijo que no!. Coincidió que me contó que ese día era su cumpleaños (cumplía 85) y, sin que se diera cuenta, le montamos una pequeña sorpresa.
— Los mayores, ¿son como niños?
— ¡No!, a los niños les das un tirón de orejas y entran en vereda. Con los mayores no pasa lo mismo. (Ríe)
— ¿Se sintió bien acogida en Ibiza?
— Sí, totalmente. Todo lo que tengo se lo debo a Ibiza. ¡Todo!. Mis hijos han nacido aquí, nadie me ha llamado nunca ‘murciana'. Al revés, siempre me llegó respeto por parte de todo el mundo. Además, si le contaras a la Aurora de 20 años, que desembarcaba en Ibiza por primera vez que hoy, que cumple 70, se ha podido comprar tres viviendas y pagarles dos carreras a sus hijos, no se lo creería. Todo se lo debo a Ibiza y al sudor de nuestra frente. Hemos trabajado mucho, no hemos tenido ninguna herencia de ningún tipo, pero tampoco ningún vicio ni la manía de ir de bares y restaurantes.