Catalina Marí (Sant Josep, 1927), de Can Guillem lleva cerca de un siglo viviendo en Sant Josep. Una mujer trabajadora que, a sus casi 95 años, sigue cuidando de su huerto, en la casa en la que vive hace 71 años en Sant Agustí, sin más quejas que hacia el estado de sus rodillas.
— ¿Dónde nació?
— Nací el día de Navidad en casa, Can Picossa, que está en Sa Talaia. Mis padres eran Pep y María y éramos cinco hermanos, Pepa era la mayor, después el hereu, que se llamaba Pep, como mi padre. Luego María, después yo y, al cabo de ocho años, Antonia, la más pequeña. Ahora quedamos Antonia y yo. Los demás se fueron muy pronto. En casa teníamos cabras, 20 o 30, dos asnos, conejos, gallinas y dos o tres cerdos. Cada año hacíamos matanzas, siempre dejábamos una para criar. Quien la cuidaba durante todo el año era la garrida (yo misma). Le llevaba algarrobas, hierba o lo que fuera cuando era muy pequeña.
— ¿Iba al colegio?
— No. Las mujeres no íbamos a la escuela. La que era cosedora, cosía, la que hacía esperdenyes, las hacía. Se cuidaba la casa, se limpiaba la ropa y, en tiempo de siembra, se acompañaba al hombre. Se sembraba, se esbarrejava, se allisava, se quitaba la hierba, las piedras y todo lo que molestara. Si en una casa la mujer no le echaba una mano al hombre, la casa se venía abajo.
— ¿Tiene recuerdos de los tiempos de guerra en Ibiza?
— Caray si me acuerdo. En casa teníamos el almacén repleto de sacos de todo lo que habíamos recolectado (maíz y cebada) en casa, el techo lleno de sobrasadas y xuies. Habíamos hecho matanza. Vino un vecino, de Can Nadal, y nos dijo, «¡ha desembarcado un barco de milicianos!». Nos avisaron de que era gente muy mala, que iban casa por casa amenazando con un fusil a los jóvenes para que se unieran a ellos. Si no, ya te puedes imaginar qué les hacían. También nos dijeron que se llevaban todo lo que podían, así que escondimos todo lo que teníamos, repartido por el campo, en las barracas de los carboneros. Gracias a Dios no vinieron. Pero el susto, sí que lo pasamos.
— ¿Fueron tiempos muy duros?
— Lo peor vino después de la guerra. Vino muchísima miseria. No había dinero, había quien pagaba a base de huevos, pero aunque hubiera, no te servía de nada. Por suerte, en casa no faltó nada. Mi padre siempre nos había enseñado a percurar, [Preparar o cuidar], nos decía «pensad siempre en mañana». No nos hacía ahorrar en comida, comíamos bien, pero no tirábamos nada. Como era de esta manera, en casa no nos faltaba de nada, y siempre le daba una sobrasada a uno, un poco de trigo al otro y un poco de xuia a quién lo necesitara. Se fue corriendo la voz y venía gente de todos los lados. La primera vez que vi a un hombre llorar fue a Toni de Sa Plana, cuando mi padre le dio un pan para su hijo. «¿No decíais que los hombres no lloran?», le pregunté alarmada a mi madre cuando marcharse empapado en lágrimas. Yo, si Dios quiere, me tengo que morir, pero me angustia pensar que la gente joven volverá a conocer esta miseria. Porque volverá, aunque me dicen que no diga estas cosas.
— Hablemos de cosas más agradables, ¿Cómo conoció a su marido?
— Por la suerte. Nadie sabe dónde encuentra la suerte, y yo la tuve en Can Guillem. Siempre llevábamos el trigo a moler a Can Nebot, en Sant Josep, pero allí lo ‘quemaban' mucho y la harina no quedaba bien. Así que fuimos a un molino de Sant Antoni, creo que era Can Musson. Yendo de camino allí, pasamos por delante de Can Guillem justo cuando estaban construyendo la casa, ¡quién iba a decir que esa iba a ser mi casa!, llevo aquí 71 años.
— Eso significa que se casó con alguien de Can Guillém, ¿no es así?
— Claro, con Vicent. Pero hasta me parece mentira que llegara a casarme. Yo era muy poco festejadora. No me gustaba nada, ¡bah!. No como Pepa y María, que festejaven con todos y cada jueves y domingos venía una manada de jóvenes de por todos lados. Hablaban un rato con cada uno, hasta que el siguiente le tiraba una piedra para que terminara ya. Había uno de Es Cubells, de Sa Roca Blanca, que, en vez de piedritas, tiraba confits o caramelos. ¡Ya me encargaba yo de que no se perdieran! (ríe). La cuestión es que María festejaba con un primo de Vicent. A mí no me gustaba, bebía y a mí no me gustaban los borrachos. Un día vino un muy perjudicado, esperé a que se le pasara y le dije, «hay dos caminos y solo puedes coger uno, las borracheras o Catalina. Haz lo que quieras». No bebió nunca más.
— ¿Cuándo se casó?
— A los 23 años. Al cabo de una temporada montamos, junto a un primo suyo, Vicent, la tienda. Pero pronto se quedó pequeña y montamos el bar, que todavía sigue en marcha. Yo trabajé allí siempre, pero Vicent, mi marido, enfermó a los 15 años de habernos casado. Durante 21 años estuvimos dando vueltas por hospitales en Mallorca, en Barcelona. Menos mal que mi hermana, que vivía en Barcelona nos ayudó. Nuestro hijo, Pepe, tenía 13 o 14 años y, entre los dos lo llevamos todo siempre adelante. Él cogía y se iba a Vila a comprar las cosas, íbamos ampliando el almacén... Hubo momentos en los que las facturas nos dejaban muy justos. Pero nunca dejamos de pagar nada. No me ha gustado nunca tener que pedir crédito, pero tampoco deber nada. El que debe nada tiene.
— A día de hoy, ¿se siente satisfecha de lo que ha conseguido?
— No sé si está bien decirlo. Pero estoy más que orgullosa de ver que todo lo que han querido hacer los míos, han podido tenerlo. Mi hijo y su mujer, Fanny, tienen su casa, mis nietas, Marina y Anna, una buena emprendada. Además, en los últimos años me empeñé en buscar agua en el terreno, y no veas lo que se agradece ahora.
— ¿Qué recuerda de su padre?
— Mi abuelo murió cuando mi padre, Pep de Can Picossa, solo tenía siete años. Se quedaron sin padre cuatro hermanos pequeños, así que se llevaron a mi padre a una casa de Es Cubells, Can Pellisses. En principio como pastor, pero en realidad hacía de todo. Allí le enseñaron a trabajar y cuidar de los animales. También había estado en América una temporada trabajando como panadero.
— ¿Un consejo para que la juventud de hoy en día pueda esquivar esa miseria?
— Si saben trabajar, bien, porque no les faltará nada. Pero lo más importante es saber percurar, ahorrar y, sobre todo, el respeto.