María Cristina Noguera (Vila, 1950) creció en la Vila de los años 50 y 60 convirtiéndose en testigo de la evolución de la ciudad y de las costumbres que poco a poco se fueron perdiendo con el tiempo.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Vila, en la Vía Romana, que entonces se llamaba Camino Viejo de San José. En esas casas bajas que hay justo detrás de donde ahora está el Consell. Allí nacimos mi hermano mayor, Santiago, y yo. Como la iglesia de Santa Cruz todavía no estaba construida, me bautizaron en la capilla de las monjas de la Consolación. Mis padres eran Miguel, que era de Can Calafat, en la Marina, y Rita, de Can Ros de Sant Jordi (nada que ver con los de la carnicería). Hasta que se casó con uno de Vila, mi madre siempre fue vestida de payesa. Su madre, mi abuela Maria, siempre vistió de payesa. Y es que no sabía vestir de otra manera. Tanto que mi abuelo, Pep, que había estado en Cuba y volvió justo antes de la Guerra Civil, al ver que en España la cosa se estaba poniendo fea, le propuso volver con él allí, pero como le dijo que tenía que dejar de vestir de payesa mi abuela se negó en redondo y se quedaron los dos aquí. Mi padre trabajaba como encargado en la tienda de Can Bel·let, detrás de Cas Corpet.
—Entonces, creció en plena Necrópolis de Puig des Molins, ¿no es así?
—Sí. Entonces no estaba vallado como está ahora y jugábamos al escondite metiéndonos en las tumbas que hay por allí [ríe]. Sin embargo, nos fuimos pronto de allí. Cuando tenía cinco años nos mudamos a ses Protegides, las que estaban delante de donde después construyeron las oficinas de Correos, cuando Franco vino a entregar las llaves. Todavía tengo la banda que ponía Santa Margarita y que nos pusieron a todas las niñas para la inauguración.
—¿Dónde iba al colegio?
—Empecé en las monjas de la Consolación, pero después fui a Sa Graduada con doña Catalina o doña Carmen. Pero de la maestra que guardo mejor recuerdo era de doña Manolita. Las niñas y los niños estábamos en clases separadas y ellos tenían profesores y nosotras profesoras. Como vivíamos justo al lado del colegio, con levantarme cinco minutos antes de entrar, era suficiente [ríe]. Esa zona no estaba nada edificada; era todo huerto sembrado con maíz y cebada, había vacas y todo tipo de animales en medio de la calle… Allí es donde estaba la casa de ses Canyes. Lo mejor de todo el año era Sant Joan, cuando hacíamos las fallas del grupo de ses vivendes. Un par de meses antes nos juntábamos en Can Moreta para hacer las banderolas, que pegábamos con pasta de harina. ¡Llegamos a ganar varios premios! El mismo año que ganamos el premio con una falla de Adán y Eva, en 1968, me hicieron dama de honor [ríe].
—¿Continuó con sus estudios?
—No. Al terminar el colegio, con 14 años, comencé a trabajar bordando en casa para una señora que nos traía la ropa de Barcelona con mi amiga Marilina. Más adelante comencé a trabajar en la oficina del abogado Pepe Tuells durante un año, antes de ir a trabajar a Autos Ibiza, un rent a car durante un par de años. Me encargaba de hacer las facturas, ir al banco a hacer los ingresos, pagar las facturas y todo lo que se tenía que hacer antes. Luego me fui a trabajar para Bodegas La Jumillana, cuando estaba en la calle Juan de Austria, con Santiago y Bartolo hasta que se separaron. Entonces me quedé trabajando con Bartolo hasta que me casé.
—¿Con quién se casó?
—Con Luis, un guardia civil sevillano que destinaron a Ibiza. Nos conocimos en el 69 y nos casamos en diciembre del 71. Vivimos primero en el pabellón militar de la calle Joan Xico y, después, en el cuartel de la Guardia Civil en Can Cifre hasta que Luis se jubiló. Hace 10 años que nos dejó. Tuvimos a nuestros tres hijos, Ricardo, Verónica y José Miguel, que no nos han hecho ningún nieto… ¡menos mal, porque si no tendría que cuidarlos y no tendría tanto tiempo para mí! [ríe]. A Luis y a mí nos gustaba mucho ir de fiesta, cuando nos casamos incluso más [ríe]. Íbamos a todos los sitios que había entonces: Mar Blau, Ses Guitarres, Ses Estaques, Illa Blanca, San Francisco, Pachá, Amnesia, Ku… Éramos una buena pandilla: Maruja, Carmen, Angelita, Rocío y tres o cuatro chicos. Cuando salíamos por la noche, siempre nos tenía que acompañar algún mayor [ríe]. A nosotras nos solían acompañar los padres de Maruja de Cas Corpet, que se pasaban con nosotras toda la noche, ¡no fuera que alguien nos fuera a raptar! [ríe].
—¿Siguió trabajando después de casarse?
—Al casarme dejé de trabajar en La Jumillana, pero no tardé en volver a trabajar, cosiendo para Elisa F. Estuve trabajando con ella durante 22 años, hasta que me jubilé, en los locales que compró en Sant Jordi, detrás de la pastelería Valencia. Llegamos a ser hasta 16 trabajadores, sin contar los talleres que tenía fuera de Ibiza. Los hombres se dedicaban, principalmente al corte, a hacer los patrones y a la oficina. Hubo un hombre que se dedicó un tiempo a coser, aunque fue el único: ese trabajo lo hacíamos principalmente las mujeres. La ropa que hacíamos allí la vendía fuera. Vendía en España, pero también en Francia, Alemania, Inglaterra e incluso a EE.UU.