Dionisio Rodrigo (Villarejo Periesteban, Cuenca, 1947) llegó a Ibiza con solo 16 años en busca de trabajo y con la frustración de no haber podido terminar los estudios. Su llegada a la isla le supuso un cambio de vida que le permitió mejorar las condiciones de toda su familia y la oportunidad de sacarse los estudios que las circunstancias le impidieron en su infancia.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Villarejo Periesteban, un pueblo a unos 50 kilómetros de Cuenca. Yo era el segundo de una familia de seis hermanos, además de mis padres, Dionisio y Pura.
—¿A qué se dedicaban en su casa?
—Éramos una familia que se dedicaba a la agricultura. Teníamos unas ‘tierrecillas' propias que trabajaban mis padres y, cuando crecimos, también nosotros.
—¿Le tocó ayudar en casa desde muy joven?
—¡Ya lo creo! Con seis o siete años ya me pusieron a trabajar. Lo primero que me mandaron fue trillar, que era el trabajo que le mandaban a los niños y los viejos. Solo teníamos que mantenernos sobre la trilla de la que tiraba la mula mientras daba vueltas sobre el trigo. En ese trabajo estuve 30 días y me pagaron 30 duros con los que me compraron un traje de pana para ir a la boda de mi prima Josefina. Después estuve guardando ovejas, que se guardaban desde principios de febrero hasta el día de San Pedro, el 29 de junio, cuando se acababa el contrato, siempre de palabra, con los pastores. Cuando crecí un poco, pasé de trillar a labrar, segar, acarrear y todos los trabajos relacionados con el campo. Además de labrar en casa, solía trabajar a jornal para otras casas. Había que colaborar en la economía de la familia.
—¿Era una familia humilde?
—Sí, aunque al principio estábamos bastante bien. Lo duro llegó con la poliomielitis, cuando yo tenía unos 10 años. Mi hermana Delia enfermó y empezó un viacrucis para la familia que duró 15 años. Había que ir cada dos por tres al Hospital Niño Jesús de Madrid. Mi madre tenía que caminar siete kilómetros con mi hermana en brazos hasta el autobús que las llevaba hasta Madrid. Para dormir, mi madre se las apañaba como podía, muchas veces dormía en el bar de Celes y José, unos primos del pueblo. Cuando podía, dormía en una pensión compartida. Pasaba tanto tiempo en Madrid, que le pilló allí el parto de mi hermano Pepe. Desde que enfermó mi hermana, todo lo que ganábamos en casa iba para su enfermedad. Nosotros teníamos el Certificado de Pobreza que nos firmó el cura del pueblo, al alcalde no le dio la gana firmarlo, y teníamos derecho a ir al hospital, pero había muchos gastos. Por un lado había que pagar los viajes y la estancia pero, por otro, aunque el hospital era gratis, había que ir llevando regalos para que no mandaran a mi hermana a casa. Si llevabas una bolsa de magdalenas o jamón, la niña podía seguir en el hospital. Tuvimos una granja de gallinas, criábamos cerdos, hasta montamos una tienda, pero no era suficiente y teníamos que pedir dinero prestado a vecinos y familiares. Un familiar nos llegaba a cobrar hasta un 14% de interés. Así que las deudas iban aumentando con los años.
—Con tanto trabajo desde tan niño, ¿podía ir al colegio?
—Apenas. Solo podía ir al colegio entre octubre y enero. En febrero ya había que empezar a cuidar las ovejas, después tocaba trillar el trigo en agosto… Por las noches, cuando podía, iba con un profesor particular que nos cobraba muy poco. Siempre fui inquieto y tuve ganas de aprender. A los 12 años, mis padres me mandaron a un convento para estudiar y hacerme cura. Solo estuve un mes y medio, y es que me mandaron a un oculista que me encontró un problema de visión y los curas me echaron. No me dieron ninguna explicación, me subieron a un autobús para casa y me dijeron que les mandara el dinero del billete cuando llegara. Años después, cuando me llamaron para hacer la mili, les dije que si no servía para ser cura, tampoco servía para ser soldado y, al final, me acabé librando (ríe). El certificado de estudios no me lo saqué hasta que tuve 20 años, ya en Ibiza, en Sa Graduada.
—¿Siguió trabajando en el pueblo cuando le echaron los curas?
—Así es. Hasta los 16 años. Las deudas de la familia eran cada vez más grandes y las perspectivas de futuro eran cada vez más pequeñas en el pueblo. Mucha gente emigraba a Barcelona y mi idea era hacer lo mismo, pero mis padres no me dejaron por ser demasiado pequeño. Unas Navidades vino un vecino del pueblo, José María, que estaba trabajando en Ibiza y me dijo que había mucho trabajo. Yo apenas sabía lo que era Ibiza, pero algo más de un mes después, en febrero, cogía el Ciudad de Ibiza en Valencia. Era un miércoles a las 19 horas y atracamos en el puerto poco antes del amanecer del día siguiente. El billete me costó 166 pesetas, así que llegar a Ibiza me costó un euro (ríe).
—¿Le costó mucho encontrar casa y trabajo?
—No. Vine junto a José María y, nada más llegar fuimos a la casa donde él se hospedaba y me aceptaron enseguida. Estaba a dos kilómetros de Santa Eulària y era una casa sin luz ni agua. José María estaba trabajando en las obras del hotel S'Argamassa y yo pensaba trabajar allí con él, pero como yo era menor de 18 años, no me contrataron. Así que me fui obra por obra a pedir trabajo de peón hasta que me contrataron en la de una casa particular con Juanito ‘Parent'. Trabajaba 10 o 12 horas cada día a 17 pesetas la hora, no estaba mal para esos tiempos y me daba para mandar la mitad de lo que ganaba a mi familia. Además, los domingos íbamos a arrancar patatas para ganar un poco más. No os creáis que no tenía vida social. Los domingos comíamos en un restaurante, íbamos al Cine España o a la sala de baile que había justo delante del cine.
—¿Se quedó en Ibiza definitivamente?
—Cuando llegó el verano mi amigo decidió volver al pueblo a segar y, como no me quería quedar aquí solo, me fui con él. Después me contrataron para acarrear, pero solo duré cuatro días. Prefería volver a Ibiza, donde ganaba mucho más y trabajaba menos. Entonces volví solo y entré a trabajar en Can Coll, la fábrica de baldosas que había cerca del puerto de Ibiza. Como pagaban poco, volví a la construcción con Palau. En esa época vino mi familia. Primero mi padre y mi hermana Lupi y, poco después, en 1964, el resto de la familia. No tardaron en encontrar trabajo todos, mi padre se hizo policía municipal, y en solo cuatro años ya pudimos comprarnos un piso.
—¿Siguió trabajando en la construcción?
—No. Al comprar el piso me puse a trabajar en Telégrafos a la vez que trabajaba en Electricidad Ribas. Cuando dejé Telégrafos me puse a trabajar como celador, en el 70. Mientras estaba allí abrieron una escuela de Enfermería en Can Vilás para la que pedían el Graduado Escolar. Cuando me lo saqué, cambiaron el plan de estudios y empezaron a pedir el Bachillerato para estudiar Enfermería, así que, aunque tenía unos 30 años y trabajaba como celador y hacía horas en la tienda de electricidad, me apunté a Blanca Dona con los chavales. ¡Parecía que era el padre de mis compañeros! Cuando me saqué el Bachillerato aprobé en Palma la prueba de acceso a la Universidad para mayores de 25.
—¿Pudo estudiar Enfermería?
—Esa era mi intención, pero a la hora de matricularme no me pusieron más que pegas: ni me dejaban hacerlo a distancia, ni hacer las prácticas durante los fines de semana o en verano. La única opción que me quedaba era trasladarme a Palma y para entonces ya tenía familia y no quise arrastrarla conmigo. Enseguida me enteré de los estudios en Trabajo Social, que también eran en Palma, pero allí lo que me pusieron solo fueron facilidades. Fueron tres años muy duros, pero me acabé sacando la diplomatura en 1987. Como no había asistentes sociales en Ibiza, enseguida entré como becario en el Patronato de Salud Mental mientras seguía como celador. Un año más tarde me llamaron para poner en marcha un programa de Educación de Adultos en Sant Antoni. Al final me saqué una plaza de funcionario en el Consell, en Protección de Menores, pero antes de los 60 me tuve que jubilar por problemas de salud.
—Entonces, combinó la carrera con el trabajo y la familia.
—Así es, llegué a estar trabajando en tres sitios a la vez. Tuve mucha ayuda por parte de mi mujer, Josefa, que se llegó a pedir una excelencia para poder atender a nuestras hijas: Ágata, Ana y Rebeca. Ahora ya tenemos seis nietos, dos de cada hija, y hasta dos biznietos, Joan y Éric, más otro que está por llegar.