Joan Marí (Sant Vicent de sa Cala, 1939) creció en sa Cala en unos tiempos en los que su pueblo se encontraba totalmente aislado del resto de Ibiza. Desde muy joven trabajó junto a su padre con la barca que abastecía a sa Cala y en la que llevaban sus productos a la ciudad de Ibiza. Testigo de la evolución del pueblo más remoto de la isla durante siglos, repasa su vida en una comunidad que vivió siempre a base de cooperación y amistad.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Can Covetes. Nací tan pequeño que tardaron un poco en bautizarme por si acaso. ‘Miqueleta', la comadrona del pueblo, estuvo viniendo unos días a casa para controlar que todo fuera bien. Al tercer día, Vicent de Can Gat vino a buscarla a casa para que fuera a asistir al parto de su mujer. Según contaba mi madre, ‘Miqueleta' me dijo con simpatía que se iba corriendo a buscar a mi ‘al·lota'. Así fue: al cabo de 23 años me casé con Margalida de Can Gat, tuvimos a nuestras tres hijas, Margarita, Sandra y Lidia (†) y ahora ya tenemos cinco nietos y un biznieto. En sa Cala prácticamente todos teníamos los apellidos Marí Marí, salvo los de Can Marí, que se apellidaban Torres Ferrer (ríe).
—¿A qué se dedicaban sus padres?
— En casa éramos mi hermana pequeña, Maria, y mis padres, Joan de Cas Planet y Eulària de Can Covetes. Mi madre, además de hacerse cargo de la casa y de nosotros, también echaba una mano a mi padre en el huerto. Mi padre, a parte del huerto, se dedicaba a las barcas de sa Cala. Las barcas que iban a Vila llevando material de un lado a otro. Desde sa Cala a Vila llevaban, sobre todo, carrasca, madera y carbón que sacábamos de los bosques, también se llevaba algo de producto del campo. Por ejemplo, los primeros tomates de la temporada, que eran de sa Cala. De vuelta, las barcas volvían cargadas de harina, aceite y todo tipo de género. Hay que tener en cuenta que sa Cala era una isla dentro de la isla: para ir a cualquier lugar había que ir por mar. También se explotaba el bosque para poder ganar algún dinero. Lo indispensable en una finca de sa Cala para poder vivir era la casa, el huerto para comer y un trozo de bosque donde se hacer ‘sitges' de carbón y madera.
—¿Ha cambiado mucho el paisaje de sa Cala desde entonces?
—¡Ya lo creo! El campo y el bosque estaban más que limpios, ahora está todo abandonado. Entonces llovía mucho más que ahora. Podía llover durante 15 días seguidos. Corría agua por el torrente incluso en verano. Había que atravesarlo colocando unas piedras para no mojarte. Cuando era pequeño, para hacer el gamberro, poníamos una piedra más pequeña debajo de una de las que usábamos como puente y, cuando alguien la pisaba, se desestabilizaba y se caía al agua (ríe).
—Si no era por mar, ¿cómo salían de sa Cala?
—Caminando, claro. Lo normal era ir hasta Sant Carles o Sant Joan para coger el ‘camión' que te llevaba a Vila o a Santa Eulària. No había relojes y los mayores se guiaban por el sol o por las estrellas para saber la hora que era porque, si llegabas tarde y ‘el camión' se había marchado, te quedabas sin poder ir a donde querías. Además, de niño me daba mucho miedo el camión. Muchas veces fui hasta Vila caminando desde sa Cala. Invertía una jornada entera, tardaba cuatro o cinco horas en llegar, pasando por Cala Llonga, y luego invertía otra jornada para volver cargado, normalmente de ropa. Era algo normal y que teníamos asumido. Cuando nací mi padre estaba preso en Mallorca por temas de la guerra y mi madre me llevó en brazos, caminando hasta Vila, para poder mandarle una foto y que me pudiera ver.
—¿Cómo era vivir en un lugar tan aislado?
—Todo el pueblo trabajaba para todo el pueblo. Si te hacías la casa, todo el pueblo te ayudaba. Si alguien se la hacía, tú le ayudabas. Cuando alguien necesitaba dinero para hacérsela, no faltaba quien se lo prestara sin más necesidad de garantía que la palabra dada. Fue el pueblo el que hizo la iglesia, el cine, la escuela y hasta el camino de Sant Carles. Todos los sábados se juntaban todos a trabajar y, al terminar, por la noche se hacían buñuelos en una casa a la que solo podían ir quienes habían estado trabajando. Yo no era más que un niño, pero me hicieron una pequeña ‘escodeta' (un pico) y, como jugaba a que trabajaba, también tenía derecho a comer buñuelos (ríe). Por ese camino pudieron pasar los primeros carros, y es que el primer carro de sa Cala, lo tuvimos que llevar por mar desmontado. Por allí también pasó el primer coche que vimos nunca. Nos dio tanto miedo que todos los chavales huimos despavoridos cuando se paró y nos dijo que si queríamos ‘embarcarnos'. Por las noches de ‘vetllada': se iba a casa de algún vecino (hoy en una, mañana en otra y otro día en la tuya) y allí se hablaba de cualquier cosa mientras se hacía ‘cordella' al lado del fuego. A la hora de salir, el único día era el domingo y el concepto de ‘salir' no era más que ir a misa a las 12 y acercarse después a tomar algo al bar del pueblo. Quienes no querían fiesta, porque estaban de luto, tenían que cuidar de la casa o lo que fuera, iban a la misa que se hacía a las siete de la mañana. El ‘festeig' normalmente se hacía los martes, jueves, sábados y domingos por la tarde-noche, cuando terminábamos de trabajar. Uno se ponía todo lo guapo que podía, cambiarse las ‘espardenyes', camisa limpia y lavarse un poco en la ‘safa', básicamente. Entonces te dabas toda la prisa que podías para llegar a la casa de la que te gustaba antes de que alguien llegara antes que tú.
—¿Había pobreza?
—No sobraba nada, no, aunque tampoco puedo decir que pasáramos hambre porque teníamos un huerto. En el pueblo, las clases sociales se medían según tuvieras un burro, una mula o un caballo, que era de la máxima categoría. Nosotros teníamos un burro. El día del cumpleaños era el único en el que comía un huevo frito en todo el año. Teníamos gallinas, pero los huevos eran para ir a la tienda y cambiarlos por arroz o lo que fuera que no tuviéramos. Las almendras y los higos eran una de las bases de nuestra alimentación.
—¿Fue al colegio en sa Cala?
—Sí. De los siete a los 14 años fui al colegio de sa Cala. Tuve varios profesores, Gaspar Jaime Mas, que era mallorquín, un valenciano al que llamábamos 's'oberquioc' o Vicent ‘Piquenyu'. Por las tardes íbamos a casa de ‘Piquenyu', le recogíamos las almendras o las algarrobas o lo que hiciera falta y, a cambio, él nos daba clases de repaso por las noches. Cuando cumplí los 14 solo nos dieron el certificado de estudios a dos alumnos. Ir al instituto significaba tener que ir a Vila, algo que era inviable para una familia humilde que vivía en sa Cala. Así que me puse a trabajar, estuve arando algunas tierras por 4,5 pesetas la jornada de sol a sol y, sobre todo, con mi padre en la barca.
—¿Era un trabajo muy duro?
—Había que cargar y descargar la barca, que no era poca cosa. Llevábamos unos caballetes con los que hacíamos una especie de muelle desmontable con maderas para descargar la barca sin que se nos mojara lo que lleváramos. Los sacos de harina pesaban 100 kilos y llevé ‘unos cuantos' cargados a la espalda, descalzo sobre las rocas de sa Cala (entonces la playa era de rocas y no de arena). Los barriles de aceite eran de 200 litros y era una de las pocas cosas que llevábamos por el agua. Eso sí, después había que cargarlo todo en un carro para llevar el género a las tres únicas tiendas que había en sa Cala: Es Café, Can Roig y Ca sa Jaia. Para llegar a Vila, como íbamos a vela, podíamos tardar hasta 37 horas. Un buen día no tardábamos más de tres. En Vila estaba el ‘consumer', que te revisaba la carga y te requisaba cualquier cosa que no tuviera permiso, Así que escondíamos algunas cajas para que no las vieran y no tener que pagar. También íbamos hasta Formentera a llevar grava y a recoger arena para llevar a Ibiza. En esos viajes empezamos a ver las primeras ‘cuixes' de turistas en la playa.
—¿Cuánto tiempo estuvo trabajando en la barca de sa Cala?
—Hasta que hice la mili, con 18 años. Como lo mío era el mar, fui voluntario a la Marina en Cartagena, donde hice la instrucción y, después, en un guardacostas en Mallorca. Allí conocí a Juanito de Formentera, con quien sigo en contacto con una llamada todos los domingos a las 10:30. En la mili me saqué el título de Mecánico Naval y, cuando terminé, me puse a trabajar en Sant Antoni con los Vinyes y sus barcas de turistas durante un par de años.
—¿Hizo de las barcas de turistas su oficio?
—No. Como ese era un trabajo de temporada y en invierno no cobrabas ni paro ni nada, decidí intentar entrar a trabajar en Gesa. Sin embargo, me recomendaron que optara a un puesto en el Servicio de Aguas del Ayuntamiento de Vila, donde trabajé desde el 62 al 98 que me jubilé. Todo ese tiempo viví allí, en Vila, al lado de Sa Graduada.
—¿Qué hizo tras jubilarse?
—He estado 22 años vinculado al Club de Mayores de Sant Joan, donde he sido tesorero durante 18 años. Siempre me ha gustado el servicio público y he podido seguir con esto durante todo este tiempo. Allí se ha hecho un parque al que han puesto el nombre de mi hija Lidia, que luchó mucho porque se hiciera cuando fue concejal de Sant Joan, y que nos dejó demasiado pronto.
—¿Cómo valora desde su perspectiva el cambio que ha experimentado Ibiza durante las últimas décadas?
—Todo ha cambiado un mil por mil. Muchas cosas para bien y otras para no tanto. Antes no teníamos tantas cosas, pero podíamos hacernos la casa. Los jóvenes de hoy tienen toda la tecnología, pueden ir al restaurante o a tomar algo al terminar el trabajo, pero no pueden ni pagarse un alquiler. Los jóvenes que tienen algo hoy en día es, en gran parte, gracias al trabajo que hicimos nosotros antes. Los jóvenes de antes no teníamos casi nada, pero teníamos futuro, los de hoy tienen de todo, pero el futuro lo tienen más complicado. También ha desaparecido la relación entre vecinos o el valor de la palabra, que hoy no vale nada. Respecto a sa Cala, seguimos aislados. Aunque por fin podemos ver la TEF, en invierno no hay donde comprar nada y, además, si no tienes vehículo tampoco puedes moverte para ir a comprar. No hay ni transporte público. Aunque se vive muy bien, el día que no pueda conducir, me planteo mudarme a Vila.