Francisco Ruiz Expósito (Barcelona, 1964) en otra vida fue conocido como ‘el Maki' y saltó a la popularidad cuando el programa ‘Callejeros' le entrevistó en las calles de sa Penya. «Consumo todo lo que puedo y nadie me va a quitar el placer de clavarme una aguja, es el mayor placer del mundo», declaraba delante de las cámaras mientras reconocía que «a la vez es el mayor dolor porque muchas veces te la clavas llorando». Pasados 17 años de la desaparición de ‘el Maki', Fernando repasa los claroscuros en Periódico de Ibiza y Formentera.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Barcelona. En la residencia Francisco Franco, que ahora se llama Vall d'Hebron. Antonio es mi hermano mayor, mi padre también se llamaba Antonio y mi madre es Pilar.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mis padres siempre fueron muy trabajadores. Mi madre se hinchó a coser. Mi padre era maestro industrial, tornero, oficial de primera. Tuvo negocios hasta que empezó a trabajar para el Instituto Nacional de Industria con un sueldo fijo. Se prejubiló con 53 años para montar un supermercado, pero no duró mucho.
—¿Qué recuerdos guarda de su infancia en Barcelona?
—De mi primera infancia, son los recuerdos del patio de un colegio de Barcelona. Una infancia normal y feliz. Muy querido en casa y por mis compañeros. Sacaba muy buenas notas. Con 10 años empecé a despuntar en atletismo y mis padres me apuntaron a un colegio del Opus Dei. Entonces bajaron mis notas. Desde allí empecé a ganar torneos, campeonatos, ligas escolares y nacionales… Siempre en 100 metros, 200 metros y en 4x100 metros. El primer año ya me hice con el subcampeonato de Catalunya. Tanto éxito se me subió un poco a la cabeza y decidí centrarme más en el deporte que en los estudios. Después, en el Ejército, también llegué a ganar otras tres medallas.
—Los entrenamientos, ¿eran duros?
—Muy muy duros. Tanto que, al terminar de entrenar, necesitábamos una suerte de ‘conexión divina' para relajarnos y evadirnos. De esta manera, con solo 12 años ya estaba tonteando con todo tipo sustancias. Me refiero a porros, a cocaína, a alcohol. Mucho alcohol. Le perdí el respeto a las drogas muy pronto. La droga no es que sea mala: es corrosiva. Por mucho que te creas que el estado de ánimo que te aporta es de calma y sosiego, es psicótica. Mucho más a esas edades. Por eso me muero de pena cuando veo a los chavales de 13 o 14 años fumando porros en los parques. Hay que prevenir con educación, información, cariño y honestidad. Además de tener conexión entre los padres y los docentes.
—¿Le afectó el consumo de drogas a tan temprana edad?
—Sí. Desde muy pronto empezó el infierno de escuchar voces. Todavía las oigo. Tengo diagnosticada una esquizofrenia. Lo achaco al consumo de drogas desde tan joven, pero también al ambiente hostil y de crueldad de los 80 y 90. Por mucha apertura y mucha movida que hubiera, eso no era más que un oasis en un desierto en el que todavía había mucha represión, por ejemplo, a la homosexualidad. Respecto a la educación en un colegio del Opus, hay que tener en cuenta que el tema de la espiritualidad y según qué misticismos a determinadas edades es muy peligroso. A un niño no se le puede decir que hay un Dios que está por encima de todo. Si ese niño es gay o fuma porros, ¿qué pasa?, ¿que Dios no le quiere? Hay que tener mucho cuidado con estas cosas. A mí se me juntó que me creía un semidiós ganando torneos, con las ideas ultrafachas del colegio y con las drogas.
—¿Cómo se encuentra?
—Ahora bien. Gracias a Eva, mi salvadora y mi maestra de mindfullness, he aprendido a ver mi esquizofrenia como una especie de tormenta. Una nube que se acerca, descarga sobre ti y vuelve a marcharse. Esos pensamientos que descarga hay que dejarlos fluir. Gracias a Eva he aprendido a afrontar las voces desde la felicidad. Sin embargo, ante todo, yo soy Francisco, no mi diagnóstico.
—¿Pudo seguir con el deporte?
—Dejé de competir a los 17 años y, cuando me rompí la pierna a los 25, dejé el deporte definitivamente. Yo ya ‘apuntaba maneras', me gustaban mucho las chicas, la noche… Eran los 80. Todo se unió para que dejara el deporte y darle ese disgusto a mi padre. En la noche conocí a mucha gente de Ibiza que trabajaba en el Ku durante el verano y, en invierno, trabajaban en el Estudio 54 de Barcelona después de haber estado en el de Nueva York. Yo era muy joven y ver a esos bailarines, esa manera de actuar, de vestir, el mundo de los gays, me dejó fascinado. Era el ‘high energy', tal como lo llamaban entonces. También había mucha droga, claro. La gente ‘guay' consumía y yo quería ser ‘guay'. Además, yo tenía mucho dinero por la indemnización de lo de la pierna. Así empecé a tontear mucho más con la cocaína o con la mezcalina. Todavía recuerdo un concierto de Depeche Mode puesto de mezcalina. ¡Apoteósico!
—¿Se hizo adicto?
—Sí. Me ponía tan hasta arriba que había que bajarlo de alguna manera. De esta manera, a finales de los 80, empecé con la heroína. Primero una vez a la semana, después cada dos días y, enseguida, lo necesité cada día. La muerte de mi abuela me afectó mucho y allí empecé a tocar fondo, a juntarme con otro tipo de gente, más barriobajera y sin nada que perder. Fue entonces cuando mi padre montó el supermercado. Lo hizo por mí, para ver si remontaba, pero no funcionó. Mi hermano se había mudado a Ibiza a mediados de los 80, cuando terminó su carrera de Medicina. Aquí se casó y, cuando nació su hijo, Marc, les ofreció a mis padres venir a vivir a Ibiza, donde él, que es un santo, también podía echarme una mano a mí, que ya estaba muy malito con mis problemas de adicción. Lo vendieron todo y nos vinimos a vivir a Ibiza en 1994.
—¿Funcionó la estrategia de venir a Ibiza?
—No. Fue un desastre y aquí fue donde toqué fondo de verdad metiéndome sustancias duras de verdad. Como lo que llamaban ‘speedball', una mezcla de coca y heroína. Aquí me llamaban Maki porque llevaba unas patillas enormes, emulando al ‘Patillas', el mejor relaciones públicas de Madrid. Ibiza me acogió con mucho cariño y amor, pero yo no supe devolverle ese cariño y abusé demasiado de la confianza de la gente. Un día, al principio, llegué a casa sin haber consumido nada y me empezó a subir una cosa terrible por el cuerpo. Salí corriendo a por heroína y me juré que nunca más iba a pasar un mono, cayera quien cayera. Nunca lo llegué a pasar, hice cualquier cosa con tal de no pasarlo. Llegué a vivir en la calle. Pedía dinero a todo el que podía y nunca lo devolvía. La imagen que daba de Ibiza era nefasta, pidiendo por las terrazas y liándola. Me equivoqué y la cagué muchas veces y, si pudiera cambiar el pasado, lo cambiaría. Pero no se puede y toca aprender de ello. Desde joven siempre quise que cambiara el mundo, pero ahora ya sé que el que tenía que cambiar era yo. Ahora me toca pedir perdón a todos por las faltas de respeto. También a mis padres y a mi hermano con la frustración de que mi padre no me haya visto trabajar todo lo que he trabajado por salir de eso.
—¿Cuándo salió de las drogas?
—Hace 17 años lo dejé todo. Ahora estoy limpio y orgulloso. Mi padre murió en 2006. En la Navidad de 2007 llamé a mi madre para felicitarle la Navidad. Yo le pregunté con la chulería del que va colocado qué había cenado por Nochebuena. Ella me contestó: ‘sopa de lágrimas' (se emociona). Me revolvió tanto la conciencia que las drogas ya no me llenaron nunca más. Lo único que me llenaba era el amor de mi familia. Mi madre, mi hermano y mi cuñada me ayudaron muchísimo. El Maki murió, desde entonces soy Francisco.
—¿A qué se dedica hoy en día?
—Hago muchas cosas distintas. Me gusta mucho el arte y estoy haciendo ilustraciones para libros infantiles. También tengo un proyecto de teatro para finales de octubre con Lucía, que también es mi psicóloga y la adoro, y Tania, además de un podcast, ‘Sin ton ni son', con mis compañeros de Apfem. Voy al gimnasio, a natación, a la iglesia y colaboro todo lo que puedo con Apfem.