Fátima Bougasa (Benslimane, Casablanca, Marruecos, 1952) se ha convertido en una suerte de matriarca entre la comunidad marroquí en Ibiza. Asegura que, a su llegada a Ibiza a principios de los años 70, fue la primera marroquí en llegar a Ibiza.
—¿Dónde nació usted?
—En Benslimane, muy cerca de Casablanca, en Marruecos. Yo fui la segunda de los 13 hijos que tuvo mi madre. Tuvo gemelos tres veces, aunque murieron tres de los seis. Al final, a mis padres, Kabira y Mate, solo les quedaron ocho hijos.
—¿A qué se dedicaba su familia?
—Mis padres se dedicaban al campo. Trabajaban en un pequeño terreno que le cedió el estado cuando yo tenía tres años. Allí criaban vacas o corderos para salir adelante. Éramos una familia muy pobre.
—¿Le tocó trabajar para llevar adelante a su familia?
—Sí. Desde muy niña. Cuando tenía solo tres años, mis padres de llevaron a un palacio de una familia muy rica y poderosa de Marruecos en Rabat. Lo hicieron por necesidad. Todavía recuerdo cómo lloraba mi madre. Allí me enseñaron a cocinar, a limpiar, también educación para trabajar en el servicio. Con solo ocho años ya era yo quien hacía el pan. La verdad es que reconozco que estoy agradecida por todo lo que me enseñaron allí. Sin embargo, apenas podía ver a mi familia. Como mucho, una vez al mes me dejaban ir a visitarles o dejaban que viniera mi madre a verme.
—¿Trabajó mucho tiempo en el servicio?
—En un lugar como aquel, cuando tenías 13 o 14 años ya habías aprendido todo lo necesario y te casaban con alguien del servicio. De manera que te tenían allí encerrada para toda la vida. Cuando llegó ese momento hablé con mi madre y le dije que había aguantado por ella hasta entonces, pero que no iba a casarme y quedarme toda la vida allí encerrada.. Recuerdo que rezaba con amiga y compañera Samira, a la que le pasaba lo mismo que a mí. Ella pedía a Dios llegar a ser cantante, yo le pedía poder vivir en extranjero. Así fue: Samira se convirtió en cantante y yo me marché al extranjero.
—Rechazar un matrimonio de esa manera, ¿no estaba mal visto?
—Así es. Por eso me escapé a una casa de un amigo, que era una persona muy importante de Rabat. Trabajando en el palacio, me conocía mucha gente importante y poderosa. Le conté lo que me pasaba y me tuvo en su casa tres años: me salvó la vida. En su casa conocí a la mujer del cónsul marroquí en Barcelona. Ella sabía cómo trabajaba y me lo arregló todo para conseguirme el pasaporte enseguida e irme a trabajar con ellos en Barcelona. Trabajaba muchísimo. Todo aquel que iba a buscar su pasaporte a la embajada había que obsequiarle con un pastelero que hacía yo misma. Cuando terminaba con eso me iba a su casa y, día sí día también, tenía una cena con alguien importante. Una cena que preparaba yo, claro, y en la que me tenía que quedar depilé junto a la mesa todo el tiempo. Por la noche, cuando el cónsul dormía, empezaba a sonar el teléfono y yo tenía que despertarle para darle el mensaje. Él me respondía de malas maneras cada vez que sucedía eso. Era peor que en el palacio. Tratándome de esa manera y trabajando a ese nivel entré en una depresión.
—Por lo menos, ¿ganaba dinero?
—No. Como me daban techo y comida consideraban que no necesitaba dinero. Para ayudar a mi madre, lo que hacía era sacrificar la mitad de mis horas de sueño para ir a la clínica Barraqués. Allí visitaba a los árabes enfermos, les deseaba que Dios les ayudara a que todo fuera bien y ellos me daban dinero que ahorraba para llevárselo a mi madre.
—¿Pudo salir de esa casa y de esa depresión?
—Sí. Dios siempre te ayuda cuando lo necesitas. Halid, el hijo de un gobernador, que había estudiado siempre en Francia y se había unido al movimiento hippie, llevaba tiempo buscándome para que trabajara con él en un restaurante que quería abrir en Ibiza. Con el dinero que ahorré pude ir a visitar a mi madre sin necesidad de dejarle el pasaporte al cónsul para que me diera dinero. Para mí el pasaporte tenía más valor que todo el dinero del mundo y había visto como lo perdían otras chicas. Nada más ver a mi madre, me contó que Halid me estaba buscando. No dudé ni un momento a la hora de irme a Ibiza con él.
—¿Trabajó en su restaurante?
—Todavía lo estaba construyendo cuando llegué, en 1973. Estaba en Santa Gertrudis y le puso La Ventana. Estuve unos cinco meses trabajando en la obra, con Vicente ‘Petit', antes de que él cambiara de opinión y lo vendiera. Como me había hecho un contrato de seis años, me fui con él a París para trabajar en su casa. Duré solo dos meses. Me las apañé para que mi padre me mandara un certificado de que estaba enfermo para poder ir a visitarle. Cuando llegué al aeropuerto, cambié el billete a Marruecos por uno a Ibiza.
—¿Cómo fue su llegada a Ibiza?
—Apenas tenía dinero y no tenía donde dormir. Así que las primeras noches dormí en una gasolinera. Dando vueltas por Talamanca, en el bar Flotante el dueño me hizo sentar y me dio una patata y un pedazo de pan para que comiera. Haciendo autostop, me recogió un médico que, al contarle mi historia me llevó a su chalet de Talamanca. Su mujer me enseñaba un poco de español y yo les hacía la comida, les limpiaba la casa, la ropa, planchaba, les barría el jardín, les lavaba el coche… En una cena con gente importante, me hacía besar la mano de las mujeres. Cuando llegó el final de mes y me pagó me dijo: «esto no lo ganarías nunca en tu país». Acto seguido se le escapó el perro y me mandó a buscarlo. Yo le dije: «No voy a buscar al perro, voy a buscar trabajo». Toda la vida me trataron como a una esclava.
—¿Encontró trabajo?
—Sí. Enseguida conocí a un gallego que trabajaba el cuero y me puse a hacer bolsos con él. Me dejó una habitación en su casa, ganaba algo de dinero y me podía mover para buscar más trabajo. Me movía con la gente francesa y acabé conociendo a la familia de Claudio Torres y me puse a trabajar con ellos en el restaurante Sa Casola. Allí se me solucionó la vida. Cada mañana, mientras limpiaba en la entrada, un capitán de un barco belga se me quedaba observando. La dueña del barco, y de otras muchas propiedades en Ibiza, era Susan Gordon, una señora belga a la que el capitán le habló de mí. También le hablaron bien de mí en el restaurante y me propuso trabajar con ella. Me hizo un contrato con un abogado, me puso una casa y estuve trabajando con ella durante 12 años en sus casas de Dalt Vila. Gracias a eso, muy poco tiempo después de haber muerto Franco, pude sacarme la nacionalidad española. Ibiza ha sido el lugar donde me sentí bien tratada. Donde me han visto trabajar y me han respetado. Además, el dinero que he ganado aquí ha servido para ayudar mucho a mi familia. Gracias a eso mis hermanos pequeños pudieron estudiar y hoy uno es ingeniero, otro estudió contabilidad, otro tiene una cafetería…
—¿Ha trabajado en otros lugares?
—¡Ya lo creo! El trabajo con la señora belga me dejaba tiempo para hacer otras cosas. Así que, a principios de los 80, me animé a abrir el primer restaurante en la zona de la marina de Botafoc, el Morgan's, que estaba al lado del Angel's. La iniciativa era de un amigo, que era patrón de barco, pero yo era la que se ocupaba de todo. Allí una capitana de barco, María, fue quien me enseñó a leer y a escribir. Fue muy buena conmigo. Estuve allí hasta que me quedé embarazada de mi hija Yasmina. Desde entonces he hecho muchas cosas, desde abrir mi propio bar en Casas Baratas, el bar Fátima, hasta trabajar en numerosas cocinas de gente tan importante como Onasis, Ricardo Urgell de Pachá, Martín de Amnesia… Nunca he dejado de trabajar.
—¿Se casó en Ibiza?
—Sí, con un Marroquí, Slimel, pero muró cuando yo estaba embarazada. Yo solo tenía 20 años y me quedé sola con mi hija. Cuando Yasmina, que tiene a mis nietas Neria, Nadia y Yasmina, cumplió los 18 años me volví a casar. En esa ocasión con Mohamed, pero también me separé cuando estaba embarazada de nuestro hijo Omar. Así que he criado a mis dos hijos yo sola.
—¿Considera que, de alguna manera, usted se ha convertido en una especie de matriarca de la comunidad marroquí en Ibiza?
—La verdad es que, cuando llegué no había marroquíes en Ibiza, yo fui la primera. Como lo pasé mal, ahora trato de ayudar a todo aquel que lo necesita. Cualquiera que me viene a contar sus penas, le acabo ayudando de una manera o de otra.