Alfonso Rodríguez (Rayuela de Río Franco, Burgos, 1950) dejó su hogar en busca de nuevas oportunidades, lo que lo llevó a la isla de Ibiza de los años 70. Su historia es un testimonio de adaptación y perseverancia, desde sus humildes comienzos en un restaurante de carretera hasta su establecimiento en la isla, donde construyó una vida alrededor de la hostelería. Ahora, con más de siete décadas a cuestas, Alfonso recuerda con nostalgia y sabiduría los momentos clave que han marcado su trayectoria.
—¿Dónde nació usted?
—Nací la víspera de San Fermín en un pueblecito que se llama Rayuela de Río Franco, en Burgos. Yo fui el segundo de los cuatro hijos que tuvieron mis padres, Rufino y Teresa. Faustino era el mayor, Rosa y Gero son los que vienen detrás de mí.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre tenía algunas terrenos que cuidaba hasta que se formó una cooperativa en esa zona con otros cuatro o cinco. A partir de entonces, se dedicó a trabajar con la cooperativa. Mi hermano Faustino ya tendría para entonces unos 16 años y también se puso a trabajar con la cooperativa. Con esa edad, ya se sabe, uno es un poco gallito, y como allí no había motos con las que lucirse, había que hacerlo con el tractor. La cuestión es que un día, mientras trabajaba y, cuando el que estaba con él se marchó a almorzar, mi hermano cogió el tractor y se puso a arar la tierra. El terreno era un poco inclinado, el tractor volcó y mi hermano falleció en el accidente. A partir de entonces, mi padre no quiso saber nada más del trabajo en la tierra y decidió dedicarse al pastoreo de los animales de la cooperativa.
—¿Trabajaba también usted en la cooperativa?
—No. Por aquel entonces, me encontraba estudiando. Yo había estado estudiando en el colegio del pueblo, uno de esos a la antigua donde las clases se juntaban con niños de todas las edades y de todos los niveles. El profesor era también el típico de esos años, Don Patricio, que era severo pero buen profesor. Cuando tenía 11 años, alguien del colegio de La Salle de un pueblo de Salamanca, Tejares, vino al pueblo a ‘buscar clientes’ y me fui allí a estudiar durante unos cuatro años.
—¿Siguió con los estudios?
—No. En mi familia no había suficiente dinero para enviarme a una gran universidad, así que volví al pueblo. Allí estuve perdiendo el tiempo y haciendo el tonto con la bicicleta hasta que me ofrecieron trabajar en un restaurante de carretera, el Balbás, que estaba a pocos kilómetros del pueblo. Entré como camarero, pero el pinche de cocina se puso malo y me pusieron a ayudar en la cocina.
—¿Siguió trabajando como cocinero?
—Sí, hasta que me tocó hacer la mili, que entonces duraba 14 o 15 meses, y a mí me tocó hacerla en Ceuta. Al terminarla, volví al mismo restaurante. Pero en la mili me había vuelto más gallito y ya no me salían las cuentas, así que decidí irme a Burgos. Allí estuve unos tres años trabajando en un restaurante, el Gaona, que creo que sigue estando al lado de la Catedral. Fue en ese restaurante donde un compañero me habló de Ibiza por primera vez. Decía que había estado en San Antonio y que en la isla se ganaba mucho más dinero. En el restaurante de Burgos no ganaba más de 30.000 pesetas, se trabajaba todos los fines de semana y las vacaciones eran algo de lo que solo habíamos oído hablar. Eran los horarios de Franco, vamos.
—¿Vino a Ibiza entonces?
—No. Porque al compañero lo convenció una mujer australiana de que en Camberra íbamos a ganar dinero, pero de verdad. Me puse a estudiar inglés a distancia, me mandaban unos discos y yo tenía que enviar los exámenes a Barcelona. También iba a una academia con una profesora nativa, pero me daba mucho corte porque iba con niños de 10 u 11 años y yo ya tenía más de 20. La cuestión es que nos sacamos el pasaporte y mi amigo fue a Madrid a por los billetes. Cuando se presentó en el Ministerio de Inmigración y le dijeron que para ir a Australia no había ninguna subvención (para Europa sí que había) y que teníamos que pagar el billete, que valía más de 40.000 pesetas solo el de ida, suspendimos la idea de Australia.
—¿Fue entonces cuando vino a Ibiza?
—Así es, pero mi amigo, el que tuvo la idea, al final también se rajó a la hora de venir. ‘En Ibiza por lo menos se habla español’, me dije a mí mismo. Llegué en 1974, era de noche y no sé si era marzo del todo. Me encontré solo en el aeropuerto, que estaba a oscuras, sin ningún plan y sin saber dónde iba a dormir. Un taxista me llevó a una pensión de la calle Juan de Austria y, a la mañana siguiente, me fui a la librería a comprar un periódico para buscar trabajo. Enseguida vi un anuncio de que buscaban personal en el Hotel Simbad. Alguien me llevó en moto hasta Talamanca para hacer la entrevista y me contrataron enseguida.
—¿Trabajó mucho tiempo en el Hotel Simbad?
—Estuve durante tres temporadas, de abril a octubre. Cuando terminaba de trabajar, solía ir a tomar una cerveza al Bar Juan, que estaba cerca del hotel, y me ofrecieron trabajar con ellos. Allí estuve otras seis o siete temporadas más. También trabajé un par de temporadas en el Bar Avenida antes de volver a Burgos.
—¿Qué le llevó a volver a Burgos?
—Mi mujer. Nos conocimos en Ibiza, pero decidimos hacernos con el traspaso de un restaurante en el casco antiguo de la ciudad. Sería en el 83 o el 84 y los dos teníamos experiencia en hostelería, así que decidimos hacernos cargo. El contrato era de diez años y el negocio iba la mar de bien. El problema fue al sexto año, cuando el edificio en el que estaba el restaurante amenazó con ruina y el Ayuntamiento tuvo que desalojar todo el edificio. Tuvimos que cerrar el negocio prácticamente de un día para otro.
—¿Qué hicieron entonces?
—Volvimos a Ibiza a buscarnos la vida, yo en unos sitios y ella en otros hasta que ‘la jefa’ me propuso quedarnos con el bar Sol Bossa. Lo estuvimos llevando dos años, pero las cuentas no acababan de salir y lo dejamos. Mi mujer decidió dedicarse a ser abuela (ríe), tenemos dos hijos, Pepe y Ana, quienes nos han dado a nuestros nietos Leire y Aritz. Yo estuve un tiempo en el paro hasta que me llamaron para volver a trabajar en el Hotel Simbad, donde estuve hasta que me jubilé hace unos 10 años.
—¿A qué ha dedicado estos años?
—Más que nada a la familia. Pero también a cultivar mis aficiones, aunque cada vez menos. Siempre me ha gustado ir a pescar con mi amigo Rafa, con quien iba a pescar en barca o en las rocas. Ahora ya no se pesca tanto como antes y últimamente ya no se puede. De día hace mucho calor y no se puede estar, por la noche las rocas son peligrosas y tienes que ir a la playa, que está llena de guiris borrachos. Algún día madrugo, pero en dos meses apenas he ido dos veces. No he recuperado la afición de salir como lo hacía en mi juventud, eso sí. Aquella época en la que íbamos al Angel’s, al Pereira o al Puerto en la moto hasta las cuatro de la mañana. Ahora prefiero quedarme en casa y bajar de vez en cuando a ver el Barça.