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«Nunca había hablado otra lengua más que el eivissenc»

Antònia Marí ha pasado varias décadas de su vida laboral como profesora de Filosofía

Antònia Marí tras su charla con Periódico de Ibiza y Formentera | Foto: Toni P. - Toni P.

| Ibiza |

Antònia Marí Planells (Can Manyà, Sant Jordi, 1957) es una maestra jubilada ibicenca que ha dedicado su vida a la enseñanza, la lengua y la memoria de su isla natal. Criada en una familia de comerciantes y panaderos, su infancia estuvo marcada por las tradiciones rurales y una temprana inmersión forzada en la educación formal, en un contexto en que el idioma que hablaba —el «eivissenc»— era invisibilizado en las aulas. La vocación de enseñar le llegó contando historias y, tras superar no pocas dificultades personales, logró estudiar Filosofía en la Barcelona de la Transición.

—¿Dónde nació usted?

—Nací en la mesa de casa, en Can Manyà, en Sant Jordi, con la ayuda de una comadrona. Allí nacimos todos los hermanos. Yo soy la mayor; después vinieron Joan, Lina, María y Teresa. Mi padre era Joan ‘Manyà’ —quienes le querían le llamaban ‘Joanet’— y mi madre, Catalina de Can Lluc.

—¿A qué se dedicaban sus padres?

—Debajo de la casa, mi familia tenía un horno de pan y un estanco. Los de Can Manyà siempre fueron muy comerciantes. Por ejemplo, llevábamos marcas como Cinta Roja, que era la única levadura de pan que había entonces en la isla, además del tabaco que se vendía en el estanco. Mis padres empezaron a repartir pan por toda la isla, primero mi madre en una bicicleta y mi padre en una Mobylette con un cajón detrás con la que llegaba hasta Portinatx. Luego se compró un motocarro y, después, llegó a tener hasta tres o cuatro furgonetas. Eran los años 70 y el negocio creció muy rápido, pero también empezaron a prosperar otras panaderías y la competencia. En esa época mi padre cayó enfermo y fue incapaz de sacar adelante la situación, así que Torres Costa, otra panificadora, acabó gestionando el negocio. Más adelante —serían mediados de los 80—, mi madre abrió un bar junto a un socio, Toni de Can Lluc Pere Serra, donde se hacía música en directo y que tuvo bastante popularidad en su momento. Dos de mis hermanas trabajaron con ella.

—¿Cómo pasó su infancia usted?, ¿le tocaba trabajar en la panadería?

—No. Como en casa trabajaban tanto, yo me pasaba la mayor parte del tiempo con mis abuelos de Can Lluc, Vicent y Catalina (los abuelos de Can Manyà murieron cuando mi padre era niño). Mi abuelo había sido salinero y siempre me sentaba a su lado mientras hacía ‘senalles’ para que me contara sus historias. Era lo que más me gustaba en el mundo. Yo no servía para el negocio… no sabía contar, así que no podía dar el cambio bien a nadie, ni siquiera sabía dar la hora. En casa estaban realmente preocupados por mí, por eso me llevaron interna a La Consolación cuando solo tenía cinco años. Era una niña rara, a ninguna de mis vecinas las llevaron internas con las monjas. Por lo menos, mientras estuve allí, mi abuelo siempre se ocupó de dar de comer a mis ‘filletes’, que es como llamaba a mis muñecas.

—¿Cómo fue su experiencia como interna en La Consolación?

—Fue duro. Empezando por el idioma, las monjas hablaban un idioma que yo no entendía. Yo nunca había hablado otra lengua más que el ‘eivissenc’ y, de repente, resultó que una ‘finestra’ era una ventana y que una ‘cadira’ era una silla. Fue bastante traumático y hasta los 12 o 13 años no supe leer castellano de manera correcta. Estuve un año entero con un solo ejercicio de Lengua: «Escribe 20 verbos». La maestra me borró tantas veces las respuestas que el papel acabó agujereado. Por eso tuve que repetir el primer curso. Todas las demás niñas eran ‘niñas bien’ y bastante pijas. Creo que yo fui la primera niña ‘pagesa’ que tuvieron las monjas hasta que, un par de años después, empezaron a llegar otras niñas de sa Cala o de Sant Antoni y, entonces, pude empezar a hacer amigas. La comida tampoco me gustaba, igual que las normas que había para todo y que no cuadraban para nada con las costumbres que teníamos en casa: no se podía comer como comían mis tíos, había que comer con la espalda recta… Me tenían que convertir en una ‘señorita’. En definitiva: no lo pasé bien.

—¿Sacó alguna experiencia positiva de su etapa como interna con las monjas?

—Sí. Por ejemplo, las clases de Historia Sagrada que nos daba un maestro. Mi abuelo me enseñó a escuchar historias y eso era lo que más se parecía a escucharle a él. No fue hasta que fui más mayor cuando tuve un maestro de catalán, Josep Marí, y entonces, cuando vi la palabra «Eivissa» escrita en la pizarra, me di cuenta de que la lengua que hablaba con mi familia en realidad era una lengua culta y respetable. Entre las compañeras, había una que me fascinaba. Se llamaba Iris Cristina, era holandesa, rubia, con unos ojos grises azulados preciosos y tenía cosas increíbles para una niña como yo. Mientras todas teníamos dos o tres mantas en invierno, ella tenía un edredón nórdico, ¡hasta tenía una Barbie original de la primera generación! Iris era otro nivel y, además, le caí bien. Me apunté a francés por ella, pero tuve una pesadilla en la que solo podía hablar francés y lo dejé (ríe), así se perdió una gran políglota (más risas). Cuando llegaron las de sa Cala y Sant Antoni se integraron enseguida con Iris y conmigo, entonces disfrutaba mucho contándoles historias. Creo que allí empezó mi vocación como maestra.

—¿Siguió estudiando para desarrollar su vocación?

—Sí. Tras las monjas hice COU y, por primera vez, tuve contacto con otros hombres que no fueran profesores o familiares. ¡Por fin una clase mixta! (risas). Ese curso me gustó tanto la Filosofía que decidí ir a estudiar esta carrera a Barcelona. Al final lo conseguí, pero en casa les costó mucho aceptarlo. Preferían que me fuera a Madrid, donde había una familiar que era monja y que podría tenerme un poco controlada. Yo seguía siendo ‘una niña rara’, no os olvidéis (risas). El primer año fue maravilloso. Pude ponerme en contacto con otros ibicencos que estaban estudiando allí desde hacía tiempo. Ese fue el año en el que murió Franco y no sé cómo acabé en la celebración que se improvisó en La Rambla. En casa siempre hubo miedo de hablar de estos temas y yo no tenía conciencia política, pero había un ambiente de celebración. También se respiraba cierta crispación, claro, con los ‘grises’ montados en unos caballos que me aterrorizaban. Finalmente, aunque me costó mucho, me acabé sacando la carrera con el privilegio de vivir una época de apertura en la universidad. Tuve profesores como Emili Lladó o José María Valverde, que traía conferenciantes como Aranguren o García Calvo, que, más que una conferencia, hizo una performance. Al terminar la carrera, tuve la conciencia de que tenía que volver a comenzarla y me compré el libro ‘Qué es la Filosofía’ (risas).

—¿Volvió a Ibiza o se quedó en Barcelona?

—El último año en Barcelona me enamoré, pero fue tan mal que acabé en una depresión enorme con la que volví a Ibiza. No quería volver, pero tampoco tenía herramientas para quedarme de esa manera. Lo pasé muy mal, hasta que, con la ayuda psiquiátrica de Santarel, decidí ponerme a trabajar en lo primero que encontrara y terminé como auxiliar administrativa de una asesora laboral. Gracias a este trabajo pude entrar como telefonista durante cinco años en el Hospital Insular (donde ahora está el Consell), donde había toda clase de gente: desde enfermos psiquiátricos, gente sin techo, adictos, presos… En esa época conocí a una serie de gente que era restauradora del museo, como Benjamín Costa, con quienes redescubrí la isla con un 600 y una barca hinchable. Así terminé de salir de la depresión.

—¿Pudo desarrollar su vocación como profesora?

—Cada semana presentaba la documentación, pero no me hicieron caso hasta 1987, el mismo año que falleció mi padre. Me llamaron para ir a dar clases a Palma, de Castellano y Francés. Allí también tuve mucha suerte y pude hacer muchas amistades y excursiones. También estuve dando clases en Trujillo y en Formentera durante unos años en los que también me enamoré, me desenamoré y tuve a mi primera hija, Argenta. Fui una de las primeras familias monoparentales de la isla y fue bastante difícil. Ni siquiera al tener a Daurant, mi segundo hijo, fui capaz de que me dieran un certificado de familia numerosa monoparental. Siempre fui una mujer independiente, pero también conté con la ayuda de mi familia en todo momento, que nunca me juzgó.

—¿Llegó a dar clases en Ibiza?

—Sí. Empecé en Artes y Oficios, donde me hubiera gustado quedarme, pero siempre fui interina, así que pasé por casi todos los institutos de la isla dando Filosofía y alguna otra asignatura que me fue tocando. Como interina, no me pude jubilar hasta los 65 años. Desde entonces me dedico a buscar cómo entretenerme, así que ayudo a unas amigas a sacarse el B1 de catalán mientras hago manualidades, zurzo, coso, dibujo, bailo danza butō con Rocío y salgo a pasear con mi nuevo compañero: Bobby.

4 comentarios

user puercozurdoindepe | Hace 7 meses

"una temprana inmersión FORZADA en la educación formal... " OS SUENA ?? NO ES LO QUE HACEN LOS CATALANES EN LA ISLA CON NUESTROS HIJOS ...?? PERO A ESTA INMERSIÓN NO LA LLAMÁIS "FORZADA".... DAIS ASCO.

user Joan Miró Font | Hace 7 meses

L’he tenguda de companya de feina, ella com a professora de filosofia i jo com a personal d’administració i serveis. Em sorprèn quan diu primer que, a causa d’un malson, s’esborràs de francès però que anys més tard la cridassen de Palma per a fer classes d’aquesta llengua, a part que de castellà. Sa vida, diuen, fa moltes voltes

user Katina | Hace 7 meses

Molt bona entrevista.Ja era hora !

user Marta Martita Marteta | Hace 7 meses

La tuve en Sa Colomina. Como estudiante no estamos muy pendientes de los profes, de más mayor agradezco haber coincidido con ella. Persona amable y muy cariñosa. La aprecio muchísimo. És una crack.

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