Se definen como un grupo de aficionados al flamenco pero, tras el cante, el baile, el toque e, incluso, la poesía, hay también una forma distinta de entender y sentir. Les unió el interés por recuperar un arte que conciben y defienden en su esencia más pura, ortodoxia que inculcan a las nuevas generaciones como signo de una riqueza universal que luchan por mantener.
Duende, quejíos, alegrías o bulerías son expresiones a las que aportan un significado que traspasa las barreras técnicas o la perfección de los maestros. Esta cohesión casi férrea entre los veinticinco socios que en la actualidad componen la peña flamenca de Eivissa, ha logrado superar los momentos difíciles en los que, a falta de una sede, las actividades se han visto mermadas y reducidas casi a reuniones espontáneas. Fundada el 1 de marzo de 1997, estando sus estatutos aprobados desde abril de ese mismo año, en principio contaban con un local en la calle Galicia del que se pasó a Vía Púnica, un sitio que pronto se mostró insuficiente para alojar a los miembros.
Desde el comienzo, Antonio El malagueño, cantaor profesional, ha sido su presidente, una función que asume «con gusto» y cuya única pega procede, precisamente, de esta carencia: «De hecho, si hubiésemos contado con un lugar adecuado ahora seríamos muchos más, pero sin espacio resultaba algo ilógico ampliarla. La cuota de pertenencia es tan simbólica como 1.000 pesetas al mes, aunque existen dos requisitos básicos: la honestidad y la defensa de los intereses comunes.
Ahora han encontrado en el bar «Karmelo», situado en el centro urbano, un pequeño hueco donde concentrarse cada viernes por la noche entre capotes taurinos, fotografías de Camarón y, por supuesto, copas de fino o tapas de jamón. El ambiente se crea a partir de los primeros acordes de guitarra. Las notas iniciales bastan para que El colilla se arranque y las palmas del resto comiencen a escucharse entre jaleos y ovaciones sinceras. La fiesta perdura hasta altas horas de la madrugada.