El verano ha tocado a su fin, han aparecido los primeros nubarrones y las primeras lluvias. Comienza el otoño, esta estación un poco tristorra de las hojas muertas y con una nueva forma de vida en nuestra isla, menos agitada, más tranquila, la que a mi me gusta (aunque nadie me crea) en la que mis modestos escritos darán también un pequeño giro con temas menos frívolos que los veraniegos y con un matiz más cultural. La crónica de hoy será de transición. Uno de mis escasos lectores me para por la calle y me pide que explique en mis crónicas lo que fue el Festival Club (a los pocos lectores que uno tiene hay que mimarles, no se que me quede sin ninguno). Hoy por tanto voy a complacerle.
En la década de los 60, siempre hay que hacer referencia a esta época, en el tramo de la carretera que va de San Agustín a San José apareció un nuevo camino en dirección hacia las montañas por donde subían y bajaban constantemente una caravana de camiones cargados de material de construcción. Nadie sabía de que se trataba, era como un misterio, la mansión de Cretu era pura miseria comparado con aquello. Media montaña fue echada abajo y la tala de pinos y sabinas fue histórica. Aquello fue tomando forma poco a poco y apareció un nuevo nombre en la lista de establecimientos de ocio en Ibiza. El Festival Club era una magna construcción dirigida de forma preferente hacia el turismo. Tenía un bar y restaurante con amplias terrazas, un impresionante anfiteatro que a la vez servía para espectáculos, bailes y plaza de toros; camerinos, corrales, almacenes, habitaciones para personal, despachos, oficinas, un enorme parking para autocares y coches y toda clase de servicios, agua corriente, luz, teléfono..., cosas que ahora parecen nimiedades, pero entonces conseguirlo era milagroso. Las vistas desde allá arriba eran impresionantes.
Después de una larga etapa en construcción por fin vino el esperado día de la inauguración, que fue por todo lo alto: espléndidos bufetes, barras libres, todas las autoridades de la isla con sus señoras y una larga lista de amigos, amen de las agencias de viajes y hoteleros, que de la colaboración de los mismos dependía en gran parte su futuro. Todo el mundo vestido con sus mejores galas y al frente de todos, el delegado del Gobierno, entonces una especie de mini gobernador civil. Yo, como no podía ser de otra manera, acudí acompañado de Smilja. La fiesta fue memorable y se prolongó hasta altas horas de la madrugada.
Al frente de esta macroconstrucción estaba un señor extranjero ya mayor que se dedicaba a asuntos inmobiliarios. Tenía las oficinas en mi escalera y éramos muy buenos amigos. Como cabeza visible de su empresa y hombre de confianza estaba un joven español que respondía altisonante al nombre de Napoléon. Napoleón lo era todo en los despachos de Ibiza como en el Festival Club: reservas, facturas, cobros y pagos pasan por sus manos. Las actividades empezaron pronto y con garra: barbacoas, cenas, atracciones, tablado flamencos, fiestas camperas con suelta de vaquillas con jóvenes aspirantes a toreros que no llegaban ni a la categoría de miembros de cuadrilla. Tampoco faltaban turistas que lo mismo salían a bailar flamenco o a torear. Fuera lo que fuera la carcajada y el ridículo estaban asegurados. Por Navidad me regalaban unas pieles curtidas de los pobres animalitos que parecían más bien las cabras de Es Vedrà. Había algunas veces elecciones de misses, muy de boga entonces, y a mí me tocó alguna vez formar parte de los jurados y colocar alguna banda. Recuerdo a propósito una anécdota divertida, no se de dónde se sacaron como miembro del jurado a una viejecita encantadora llamada Isabel de Borbón, delgadita, muy baja, completamente sorda y miope que todo el rato me preguntaba que cuándo servían la cena a grito pelado. Le expliqué que aquello era un concurso de belleza, quedó muy defraudada y como además no veía dos en un burro me pidió que le dejara copiar las puntuaciones, pues no había tomado ninguna nota: la viejecita era un desastre, pero encantadora.
Aquello tuvo poca duración, dos o tres años, en los que se llenó de autobuses de turistas de las agencias de viajes en sus salidas de tardes y noches. Napoléon llevaba una actividad frenética pero poco a poco fue decayendo y al final terminó en un estruendoso fracaso. El dueño enfermó y falleció poco más tarde, por lo que el club se cerró, aunque la viuda creo que intentó traspasarlo sin fortuna. Pasados los años, un día se me ocurrió volver. La antigua ruta estaba invadida por matas y arbustos y al llegar el panorama era desolador, una auténtica ruina recuperada por la naturaleza: las paredes caídas, los pinos y matorrales lo había invadido todo y apenas quedaban restos reconocibles de la antigua construcción, un club que había nacido y muerto entre montañas.