El día amanece espléndido en Andratx. Nada que ver con lo que se avecina. A lo lejos, grúas y montañas picadas de colmenas de cemento. Lo normal en el municipio. De improviso, la quietud se rompe. Pasan algunos minutos de las nueve de la mañana y decenas de guardias civiles toman el ayuntamiento. Es un «asalto» limpio y rápido, tanto que deja anonadados a los policías locales del cuartel que colinda con la casa consistorial. La operación policial había sido planificada de forma minuciosa, hasta el último detalle. En cuestión de minutos las tres plantas del castillo de Son Mas quedan bajo control total benemérito. Los jefes de la Comandancia, que siguen la «toma» a distancia, desde Palma, son informados de que las dos presas «siguen dentro». Se trata de Eugenio Hidalgo y su estrecho colaborador Jaume Gibert. «Objetivo 1 y 2 bajo control», comunica por radio uno de los oficiales, visiblemente aliviado.
El revuelo, dentro, es enorme. Nadie da crédito a lo que está pasando. Y mucho menos, Hidalgo, que pierde momentáneamente el habla y casi hasta la memoria. Está demudado, blanco, y parece hundido cuando los expertos del EDOA y la Policía Judicial meten mano en su lujoso despacho. Gibert tampoco evidencia un gran aplome y rompe a llorar en más de una ocasión, de forma desconsolada. «Qué susto, pensábamos que habían puesto una bomba o algo parecido. Hemos visto guardias civiles hasta detrás de los setos. No dejaban salir ni entrar a nadie», cuenta una preocupada funcionaria, al tiempo que murmura: «Esto se veía venir». En el exterior, varios cordones policiales del equipo de Seguridad Ciudadana garantizan que el sello del ayuntamiento es hermético. Nadie trabaja, porque en realidad nadie puede concentrarse. El ayuntamiento está paralizado y algunos funcionarios comienzan a agobiarse: «En mi vida he visto tantos guardias civiles, están por todas partes». A la entrada del consistorio sigue aparcado el espectacular Audi A6 de color gris de Hidalgo, un apasionado de los coches. Sobre todo de los caros. «Hace unos días el alcalde vino en un Ferrari, cuando vio que la gente se indignaba replicó que sólo lo estaba probando», relata una política de la oposición, que no deja de dar vueltas a la entrada del castillo, histérica. Algunos vecinos se acercan.
Los rumores empiezan a circular por el pueblo, a velocidad de vértigo. Pasa una hora y los dos protagonistas siguen en el consistorio, ahora su cárcel particular. «Dicen que lo van a sacar esposado, todo esto es muy fuerte», apunta un funcionario, temeroso de que su comentario sea escuchado por más de una persona. En las ventanas del castillo, las traseras y las laterales, se agolpan trabajadores municipales. No quieren perderse la salida del alcalde, que no será precisamente por la puerta grande. Los agentes con los petos fluorescentes comienzan a sacar cajas y cajas con documentación sensible. Uno de ellos advierte: «Ir a por cartones, porque hemos de cargas cientos de informes». A las once menos cuarto Gibert sale escoltado y engrillonado, en dirección a su Volkswagen Touareg aparcado en el párking. Un todoterreno de más de 60.000 euros.