Últimamente sólo pienso en llegar a casa y tirarme en el sofá con un poco de comida china para llevar, un bote bien grande de helado de chocolate y entregarme a mis series favoritas durante horas.
El otro día se lo conté a una amiga y ésta me respondió que a ella le pasaba lo mismo. Pasamos muchas horas juntas durante la semana y empezamos a hablar de nuestras pequeñas patologías. Durante la conversación ella llegó a una sabia conclusión. «Creo que mi vida sentimental está a menos cero y la sustituyo por lo que veo en la serie. Lo malo es que me faltan dos capítulos para que se acabe la temporada y no puedo parar de verla ahora», comentaba nerviosa.
Lo cierto es que la entiendo perfectamente. A veces proyectamos nuestras necesidades afectivas de las maneras más extrañas. Yo suelo tirar hacia el consumo desmerurado de cacao pero en esta ocasión, mi última droga es una serie norteamericana que aún no se emite en España. La serie se llama Gossip Girl y fue un regalo de mi amigo P. En ella, un grupo de jóvenes de la alta sociedad de Manhattan coquetea con el sexo y las drogas mientras alguien anónimo se dedica a documentar todos sus cotilleos en un blog de internet.
P. empezó a reflexionar sobre la serie en general. «¿Quien no querría tener la vida de estos jóvenes?», me dijo. Y resulta curioso pararse a pensar por qué triunfan series como Yo Soy Bea o programas de telerrealidad como Gran Hermano. En el primer formato se pone de manifiesto que todos tenemos un potencial que está esperando a ser explotado. El segundo formato sirve para alimentar nuestra curiosidad insaciable. Nos permite descubrir que haría nuestra vecina mientras nadie la está mirando y nos preguntamos si nosotros seríamos capaces o no de hacer edredoning.
Si las series son un reflejo de la realidad, la juventud está peor de lo que pensaba. Hace algunos años Dawson Crece y Al Salir de Clase nos tenían a todos conquistados pero poco o nada tenían que ver con nuestra realidad cotidiana. Yo a los diecisiete años nada tenía que ver con Serena Van der Woodsen, la protagonista de G.G., que ve como todos sus deslices amorosos, sus peleas y sus sobredosis son retransmitidas en cuestión de segundos por la dueña del blog.
Mi amiga M.J. tiene toda la razón cuando afirma que «todos llevamos un periodista en nuestro interior». Todos sentimos una curiosidad irrefrenable que lleva a preguntarnos qué pasa ante cualquier situación mundana. ¿Se trata de un instinto o el chismorreo es una consecuencia de la envidia endémica que sufre este país? Seguiré investigando.
Laura Tur