Julieta es una historia hecha pedazos, un film compuesto de retales que hay que ir uniendo con cuidado. Pedro Almodóvar rompe, así, sus años de silencio y regresa a la carga con un drama intenso que se construye a base de recuerdos inacabados y de flashbacks con cambios de personajes incluidos. De esta manera, presenta un personaje en dos dimensiones, separadas por el tiempo y por la desdicha. Una Julieta dividida entre la juventud de una Adriana Ugarte, en la flor de la vida, frente a una Emma Suárez, entrada ya en edad madura.
Una historia fresca que se va marchitando a medida que avanzan las escenas, donde no se escapan los toques surrealistas tan característicos del director que lo firma. Este film es una obra de creador inconfundible, aunque hay giros en el film que carecen de sentido y quizá enmarañan aún más lo que no puede estar más enredado, para mostrar una mujer apagada por el paso del tiempo y de las desgracias.
El abatimiento de ambas Julietas es palpable en cada escena, cada una en su realidad, le aportan una credibilidad al personaje que está igualada en intensidad, claro que Suárez gana en experiencia y tablas. Julieta es de color rojo, es vida, pero también tristeza y soledad; es una mujer destrozada por la pérdida y abatida por la nostalgia, un crudo ejemplo que no puede ser más verosímil de una relación rota entre una madre y una hija. Una Julieta sin su Romeo ni descendencia que vaga por la vida como un alma en pena.