Hoy quiero hablar del dolor, un tema que nos afecta a todos profundamente, por el simple hecho de ser humanos y que, de una manera u otra y en mayor o menor medida, está siempre en nuestras vidas.
Y no me refiero solo al dolor emocional que, como psicóloga, es el que veo con más frecuencia, sino también al dolor físico, ya que lo que me gustaría comentar aquí, puede afectar a ambos de la misma manera.
Cuando hablamos de dolor, nuestra tendencia natural es a huir de él, pues es el mecanismo de defensa que tenemos para alertarnos de situaciones que podrían poner en riesgo nuestras vidas. Es decir que el dolor cumple una importante función en nuestra supervivencia, y, si no lo sintiéramos, podríamos exponernos innecesariamente a riesgos importantes para nuestra vida.
Pero, más allá de servirnos de alarma, por el simple hecho de estar vivos, a menudo tenemos que sufrirlo inevitablemente, aunque nuestra vida no esté en peligro.
No nos gusta sentirlo, pero, es algo que forma parte de la naturaleza humana y pretender que no existiera, sería como querer que hubiera siempre luz sin que existiera la oscuridad.
Sentirlo es inevitable, pero, sí que podemos hacer muchísimo para llevarlo mejor y que no nos afecte más de lo necesario.
La clave está en aceptarlo, en lugar de resistirnos a él, ya que al resistirnos, la situación empeora y el dolor crece y se hace más fuerte. La forma de afrontarlo será lo que marque la diferencia.
Con una actitud de resistencia y lucha contra lo que sentimos, a corto plazo seguramente nos sentiremos mejor, ya que el escaparnos y no permitirnos sentir nos procura cierto alivio.
Pero, a la larga, lo que conseguiremos es alargar la situación más de lo necesario y hacer que ese dolor cada vez sea más grande y se haga más y más fuerte.
Usando una metáfora, sería como poner una olla a presión al fuego y no dejar que se escape el vapor por ningún sitio. Si no permitimos salir ese vapor, en algún momento, la olla explotará.
Por ese motivo, necesitamos sentir ese dolor, permitirlo, acogerlo y, poco a poco, irá perdiendo fuerza, suavizándose y haciéndose más ligero y llevadero.
La consecuencia más negativa de esa resistencia es que añade un dolor innecesario al dolor ya producido e inevitable, que es lo que llamamos el segundo sufrimiento.
El esquema sería el siguiente: Primer sufrimiento (inevitable)
+ Resistencia = Segundo sufrimiento (evitable).
Pero, evidentemente, eso no es algo que nos resulte fácil de hacer, porque no nos lo han enseñado. Hemos aprendido a tapar el dolor, pero, no a sentirlo y a mostrarlo, algo que, cultural y socialmente, en nuestra sociedad está muy mal visto.
Otra consecuencia importante de resistirnos a lo que sentimos es que no nos permite tomar la distancia necesaria para tomar las decisiones que podamos necesitar tomar. Puede que no sepamos cómo actuar o, si lo sabemos, es mas posible que no podamos actuar de la manera más conveniente para nosotros.
Para afrontar mejor nuestro dolor, podemos dar una serie de pasos que nos pueden ayudar a llevarlo mejor:
- - Pararnos y tomarnos el tiempo que necesitemos para observar lo que sentimos.
- - Respirar hondo y serenarnos. En lugar de querer evitar lo que sentimos, llevar la atención a nuestra respiración y nuestro cuerpo, tratando de ablandar y relajar el lugar donde sentimos más nuestro dolor.
- - Tomar conciencia de lo que estamos sintiendo, no racionalmente, sino desde la experiencia, vivencialmente.
- - Aceptar y permitir nuestro dolor tal y como es, sin reprimirlo ni Eso es algo muy difícil, pero, si es inevitable, en algún momento tendremos que afrontarlo.
- - Darnos cariño y auto-cuidados, no para no sufrir, sino porque estamos sufriendo.
- - Soltar nuestro dolor, dejarlo ir, desidentificarnos de él cuando se haya aflojado un Nos puede ayudarnos decir: «yo tengo este dolor, pero no soy mi dolor».
- - Ahora después de los pasos anteriores, estaremos más capacitados para actuar o no, según sea más conveniente, con la calma y lucidez adecuada.
Para terminar, me gustaría utilizar una bella metáfora del monje vietnamita Thich Nhat Hanh. Imaginemos a una madre que consuela a su bebé que llora. La madre seríamos nosotros y el bebé es el dolor que tratamos de apaciguar. La madre entiende al niño, acepta lo que le pasa y le consuela dándole cariño. Y así, el bebé se calma.
Es decir: ser conscientes de nuestro dolor, aceptar que lo estamos sintiendo y darnos cariño porque estamos sufriendo es lo que más nos puede ayudar, cuando el dolor llama a nuestra puerta.