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Bitácora de una distopía

Mascarillas

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Las mascarillas son un engorro. No me refiero a que su posición idónea sea en la cabeza, como parece creer algún ministro, sino a lo complicado que es acostumbrarse a llevar boca y nariz tapados por esta estructura grotesca. De hecho, todos esos deportistas que han aflorado desde el sábado como una extraña y colorida plaga deben pensar lo mismo, porque ninguno la lleva a pesar de exhalar, al borde del colapso en algunos casos, cuando pasan corriendo a nuestro lado sin respetar, por cierto, la distancia de seguridad o de decoro. Ante la «falta de luces» de quienes circulan a nuestra izquierda y derecha nos hemos visto obligados a llevar «siempre encendidas» las nuestras, o lo que es lo mismo, a pasear cubiertos como si fuésemos turistas chinos disfrutando a medias de las bondades del atardecer del Paseo Marítimo. No deja de sorprenderme, mientras me quedo absorta en esos tonos rosados que despiden el día, cómo en otras culturas, esas que nos han traído esta pandemia infusionada entre sopas de murciélago, normalizan el uso de estas prótesis malolientes con las que nos cubrimos ahora las sonrisas y el miedo. Lo peor de ellas es no poder respirar de verdad, sintiendo cómo el aire puro entra en nuestros pulmones y nos llena de calma y sal cuerpo y mente.

Es todo tan extraño que no quiero acostumbrarme. No voy a ir a la peluquería hasta que pueda entender por qué hoy sí que es seguro y hace unos días no nos recomendaban dejarnos tocar por otras manos. Y eso que tengo el pelo tan largo ya, digamos que ha pasado de la zona decorosa en la que concluye la espalda, que mi vecina de abajo me hace bromas cuando aplaudimos a las ocho, con la posibilidad de subir a verme por el balcón enganchada a mi trenza. Al menos mi chico me ha mostrado otra de sus cualidades ocultas, esas que durante este confinamiento están poniendo de relieve todo aquello de lo que somos capaces, y está siendo capaz de cubrir mis canas con tanta gracia como Eduardo Manostijeras ideando peinados imposibles para señoras extasiadas ante su pericia con las manos.

No es el único lugar que creo que tardaré en visitar. Mi centro de estética tampoco me verá pasearme por sus instalaciones, ya que si bien nunca me ha gustado hacerme la manicura, he descubierto el nuevo placer de llevar las uñas de pies y manos muy cortitas y naturales sin más aderezo que la crema hidratante.

Al final nos vamos reconciliando cada mañana con la imagen real que nos saluda al otro lado del espejo, con un poquito de máscara de pestañas y brillo de labios como únicas concesiones para despertarnos las ganas de seguir tirando del calendario. Creo que nunca había tenido tan buen color de piel un mes de mayo, porque no me permitía salir a la terraza una horita para darme baños de sol, y les confieso que a estas alturas del cuento ya he dejado los bizcochos y otros manjares para volver a mi anodina dieta de las mil intolerancias.

Hoy, después de 53 días de confinamiento, de 55 lavavajillas, 25 lavadoras con sus correspondientes secadoras a mi espalda, ninguna hora de plancha, 7 limpiezas generales de la casa, 106 menús diferentes ideados cada día, aunque alguno constase solo de embutido cortado, unas cuantas botellas de vino, cuyo número no diré por decoro, y 120 paseos con RAE por el descampado no tengo muy claro si esta es la «nueva normalidad» de la que nos hablan o si algún día volveré a mi vida de tareas laxas. Tampoco me acaba de convencer eso de que nos dejen ir a las terrazas a partir del lunes, porque me parece imposible quedar con diez amigos en una misma mesa respetando las distancias de seguridad exigidas y evitando los besos y los abrazos en público. Así que mi pretensión es seguir cultivando este confinamiento aquí sentada, mientras el Congreso así lo ordene, con la banda sonora de «A mi manera» como música metafórica desde esta atalaya en la que les escribo con mayor o menor talento.

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