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Coronavirus

El efecto mariposa

Una mariposa, sobre la mano de un hombre.

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Es todo muy raro y a la vez demasiado real. La entrada en la fase dos y la adaptación a la uno se parecen demasiado a esas películas en las que algo místico te permite regresar a tu vida anterior para volver a empezar y cambiar el futuro. No es un camino fácil porque, como ocurre en toda distopía, siempre hay víctimas inocentes.

Dice un proverbio chino que «el aleteo de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo». También hay una teoría enunciada por el matemático Edward Lorenz según la cual ese sencillo gesto de un insecto producido en Hong Kong podría desatar una tempestad en Nueva York. El cine ha puesto trama a este argumento no determinista que defiende que los pequeños cambios pueden conducir a consecuencias totalmente divergentes, como que una sopa de murciélago consumida en un mercado de Wuhan provoque una pandemia que termine con la vida de más de 333.000 personas en todos los continentes del mundo y con cinco millones de personas contagiadas por una nueva cepa de coronavirus.

«El efecto Mariposa» es una película que siempre me ha causado escalofríos porque en ella, haga lo que haga el protagonista para cambiar el destino de su familia y amigos, el final es siempre nefasto. Estos días me siento como él y esta vuelta a la “normalidad” me parece de mentira y me hace sentir como una farsante.

La primera vez en una cafetería pedí el desayuno como quien solicita algo ilegal, con la voz bajita y cientos de gracias y de perdones cosidos a la boca. Después de darle un sorbo cerré los ojos y miré la taza como si los 210 cafés que me había tomado durante el confinamiento hubiesen sido falsos. Me sentí tan tosca y tan egoísta como al principio de esta bitácora, cuando me traían la compra a casa y la culpa me atenazaba por alimentarme desde mi refugio poniendo en peligro a desconocidos. Ahora que he decido quitarme esa mochila, sigo siendo fiel a todos ellos y compartimos sonrisas en el umbral de mi casa cada semana.

La primera vez en una cafetería toqué la silla con miedo, apoyé los codos en el aire para no hacerlo en la mesa y me limpié diez veces las manos. Intenté que mis huellas no se colasen en ningún rincón, del mismo modo que la segunda vez, en la que al hacer uso del baño levité como una contorsionista para no tener contacto con ninguna superficie ajena a mi piel. Después vinieron las comidas con mi tribu y me relajé un poco, ya no estaba tan tensa y me recordé a mí misma que solo tenía que seguir las recomendaciones de higiene y de prudencia estipuladas, hasta que la otra noche fui más allá y tras el paseo de las ocho mi chico y yo aparecimos de forma espontánea en uno de nuestros restaurantes favoritos. Fue como si nuestros pasos y nuestra perra nos hubiesen llevado solos hasta allí.

Solo puedo decirles que me gustó que las mesas no estuviesen tan cerca las unas de las otras, la educación y la privacidad con la que compartimos aquellos huevos rotos y esos solomillos con aroma a libertad y Dalt Vila de fondo. Fue como volver a sentir que todo era posible, que esta vez sí que empezaríamos de nuevo, en un presente limpio y con los valores recuperados. Ya no era una actriz en un papel demasiado grande y mal ensayado, sino yo de nuevo deseando escribir estas letras para plasmar la alegría que siento por volver a apreciar las pequeñas cosas.

Hoy creo que nuestros aleteos podrán recomponer el desastre de un proverbio y de un mercado chino, solo tenemos que saber cómo hacerlo.

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