El segundo episodio de la serie documental Ibiza Narcos, de SkyShowtime, sigue la estela del primero: sensacionalismo al más puro estilo británico. Dejando atrás a los «orígenes» de la Ibiza actual (los hippies, según el audiovisual), este capítulo se centra en el final de los años 90, con el boom turístico en su punto más alto y la escena nocturna bien establecida.
Desde el primer momento, el foco de la acción se traslada a los jóvenes británicos que abandonaban su Inglaterra natal para marcharse a Sant Antoni.
Chris Bergliter, el «suministrador», llegó a Ibiza en 1988 cuando tenía tan solo 21 años. Ya en el avión de Londres a la isla llevaba encima paquetes de droga envueltos en papel de aluminio rociados con pimienta para que los perros de la Policía no quisieran acercarse. Una vez en Ibiza, el «choque cultural» le noqueó. «Descubrí cosas que jamás había visto», explica Bergliter mientras se ven imágenes de mujeres en playas nudistas y gogós en discotecas.
El traslado del éxtasis
Sus aventuras como camello comenzaron en South London, donde descubrió las ingentes cantidades de dinero que podía ganar al vender pastillas. En Ibiza se centró en el tráfico de éxtasis: «Como son pequeñas pastillas, la gente pensaba que no compraban droga dura». Al ser preguntado por cuántas pastillas envió a Ibiza, Bergliter se limita a responder que «muchas más que una sola» porque «tengo que ser precavido con lo que digo». Sin embargo, tras un breve instante de duda, decide contar su verdad: «Probablemente envié a Ibiza cien mil pastillas de éxtasis».
Las pastillas de mejor calidad, según Bergliter, provienen de Holanda. «Cada día tenías a floristas que venían con éxtasis escondido entre las flores», explica. Las cajas que contenían droga estaban marcadas «cada una a su manera específica» y los denominados catchers o recolectores se encargaban de recoger esos paquetes. Bergliter se encargó durante años de la logística de estas operaciones para importar droga a la isla.
«Un amigo mío tenía un bar. Las pastillas de éxtasis llegaban a Ibiza en los contenedores que pedía, junto al bacon y las salchichas», indica. Además de esto, el «suministrador» asegura que en cada avión que aterrizaba en la isla había como mínimo diez portadores de éxtasis, llegando incluso a las cincuenta mil pastillas por vuelo.
El negocio de El Sapo
El Sapo vuelve a aparecer en este episodio envuelto en un manto de ironía: «Me encantan las drogas, las amo, pero me encantan para ganar dinero, no para tomarlas». Cuando el líder criminal vio las oportunidades que le ofrecía el tráfico de éxtasis, dejó el hachís para dedicarse de lleno a fabricar y vender estas pastillas. «Quizá sea la única persona en esos momentos que producía éxtasis en España», se enorgullece.
«Vendía un millón de pastillas de éxtasis al mes», indica El Sapo. Montó su imperio de la droga «sin depender de nadie» gracias a la fabricación de pastillas, «conociendo la calidad de lo que produzco». Los ingredientes los traía de China a España, pasando por Polonia, y tan solo tenía a dos «cocineros» en el laboratorio. «Dejaba las pastillas en un coche. El comprador cogía el coche, llevaba la mercancía a una lancha y se iba directo a Sant Antoni. Es no tan complicado», aclara.
El peligro de las mafias
Los territorios de las bandas estaban perfectamente delimitados. La localidad de Sant Antoni, según explica El Sapo, pertenecía a los ingleses, y se ríe: «Los gitanos ingleses son muy peligrosos». Vila y sus alrededores eran de la mafia española.
Cuenta, a su vez, que ponía a su personal de seguridad en la puerta del club en el que estuviese: «Si quieres vender donde yo estoy tienes que pagar». En el caso de que alguien traficara sin su consentimiento, El Sapo afirma que le pediría «amablemente» que reconsiderase sus decisiones. Si el camello continuase vendiendo tras la advertencia, advierte: «Tienes que aprender a nadar. Estamos en una isla».
Al ser preguntado por cuánto dinero ganaba, El Sapo responde con ironía: «Lo suficiente para comprar pollo frito. Estaba bien». Sin embargo, para él el éxtasis era «demasiado trabajo» y tenía pocos beneficios, así que a finales de los 90 se pasó a la cocaína.
Para Bergliter, las cosas se pusieron feas cuando comenzaron a moverse «grandes cantidades de dinero». Bandas rivales llegaron a inmovilizarle y acuchillarle, pero se marcharon sin robarle el éxtasis que llevaba encima porque «creían que estaba muerto». Al final, acabó encarcelado por nueve años: «Lo que hice destrozó mi vida y mi familia. Estúpida avaricia».
El papel de la Guardia Civil
Pablo Antuña Díez, un guardia civil que estuvo destinado en Sant Antoni en los años 90, aparece en el documental como «El Policía». «Existía el consumo y el tráfico de drogas, pero yo lo observaba a pequeña escala. Recuerdo en una de mis primeras intervenciones que paramos a un chico que llevaba dos pastillas», indica Antuña a modo de demostrar que lo primero que veía era de poca importancia.
«Lo que nunca me imaginé es que ese consumo fuese a ser tan exagerado. Fue un boom que nos sorprendió a todos. El que marca el ritmo siempre es el narco». Antuña afirma que tanto él como sus compañeros presenciaron un gran aumento en el consumo y tráfico cuando comenzaron las sobredosis. En 1998, la Guardia Civil creó unidades específicas para combatir el crimen organizado: «El temor» de enfrentarse a las bandas «es incompatible con trabajar con lo que trabajaba».
Los trabajos de Guardia Civil y Policía surtían sus efectos, y los dos cocineros de El Sapo fueron detenidos y pasaron un tiempo en la cárcel, uno de ellos ocho años. «La Policía intentó relacionarme con el laboratorio, pero no estaba allí. Me encontraba surfeando en Brasil», explica el capo.
La historia de Lisa
Lisa, la trabajadora de temporada, dejó su vida «de pobre» en Inglaterra para marcharse a Ibiza. Recuerda comprar un vuelo por 36 libras «que no podía permitirme» a través del teletexto. «Salí del taxi en el West End y no podía creérmelo. Estaba viva, era el lugar más loco del mundo», confiesa Lisa.
Cuando volvió a Inglaterra después de esas vacaciones, Lisa no tardó ni 24 horas en volver a Ibiza «con solo 15 libras en el bolsillo» y consiguió trabajo en un bar, pero enseguida le despidieron. Así que se dedicó a lo que hacía su compañera de piso: vender droga. «No parecía que hiciéramos nada malo porque todo el mundo estaba metido, pero ahora lo veo como algo muy estúpido».
Cuando se reforzaron los operativos de la Guardia Civil, Lisa escuchaba «terribles historias» de personas encerradas durante días y de extranjeros a los que se les requisaba el pasaporte o, «incluso», se les impedía volver a la isla. Un día decidió subirse a un discobus y un guardia civil le vio pasando droga, por lo que salió corriendo «por todo el West End».
Este miedo y el remordimiento de hacer las cosas mal llevaron a Lisa a reconsiderar su vida. Hoy en día sigue volviendo a la isla cada año e incluso ha fundado una organización sin ánimo de lucro de limpieza de playas.
La ibicenca
Neus Prats, «la local», es una ibicenca que ha salido en el documental: «Cada año en la isla se considera que comienza la temporada turística cuando el primer inglés se mata por un balcón de un hotel», explica la portavoz del GEN. Nació en 1968 y no llegó, según ella, a conocer la isla «antes del turismo y antes de las drogas recreativas».
«La isla de Ibiza ha sido víctima de diversas invasiones a lo largo de su historia: los fenicios, los púnicos, los árabes, los cristianos… pero ninguna tan drástica y con las consecuencias tan fulminantes como el turismo de masas», apunta Neus Prats, quien añade sentirse «enfadada, triste, decepcionada y desperanzada» mientras habla de la suciedad y los destrozos que provocan los turistas, dejando «ríos de vómitos» por las calles.