Italia recordó al mundo que es grande. Muy grande. La «squadra azzurra» conquistó en Berlín su cuarto título mundial y recordó al planeta que su estilo sigue vigente. Lo hizo jugando a la ruleta rusa, pero también trasladando el partido al escenario donde mejor se manejan los italianos. Desde el sufrimiento, el equipo de Lippi acabó desquiciando a Francia. Puso más fútbol el equipo de Zidane; Italia todo lo que no puede entrenarse.
Fue Zidane la viva imagen de la rendición y desesperación gala. Nunca debía haberse despedido de mala manera el capitán de Francia, que en la prórroga mordió el anzuelo que le tiró Materazzi. Si es repudiable la provocación del central transalpino, también lo es la respuesta de Zizou, que agachó su cabeza y se lanzó a por un tipo que anduvo metido en todas. Suyo fue el gol del empate y su rúbrica llevó la treta que desquició a Zidane y descabezó a Francia.
Presente en la final cada doce años -eso es lo que delata la estadística-, es probable que cualquier otro equipo hubiera naufragado al verse por debajo en el marcador desde el nacimiento del partido. Pero Italia no. Sus futbolistas son de otra raza. Su plan se mantuvo intacto y su respuesta no tardó en llegar.
Los «bleus» notaron el golpe, aunque el segundo acto fue suyo. Sin noticias de sus delanteros y sin excesiva fluidez por los carriles, Italia dejó el balón en manos de Francia y se dedicó a defenderse. Se intuía que buscaba la prórroga. El acoso galo se mantuvo hasta que Zidane decidió emborronar su fama de caballero. Con uno más sobre el campo, Italia se hizo con el control del partido y lo condujo hasta los penaltis. Ahí ninguno de los suyos falló. Grossó lanzó el quinto y último. Estalló Italia, que recordó que es grande. Muy grande.