Por una circunstancia algo azarosa este periódico fue testigo hace justo ahora siete años de una serie de confidencias curiosas de José Luis de Vilallonga que cobran una singular relevancia al ser leídas ahora, cuando la muerte acaba de decir la última palabra en los 87 vividísimos años de este complejo, contradictorio y apasionante personaje. Fue en una cena en el restaurante Ca n´Alfredo, de un ciclo que propiciaba esta casa con figuras relevantes. Compartían mesa con el protagonista de la velada Begoña Aranguren (su mujer entonces, luego tan repudiada), una amiga suya, más los redactores Milena Herrera y el que suscribe.
El polifacético aristócrata se mostró muy decepcionado de Mallorca, isla que había abandonado tras el divorcio de su segunda esposa, Syliane Stella, con quien había vivido en Andratx, cuando el puerto de Andratx no era una urbanización alemana», apuntó. Al quedarse huérfano de isla, su hijo Fabricio le recomendó conocer Eivissa más de cerca, llegando a pasar largas temporadas en esta isla, que, entonces, no cambiaría «ni muerto» por Mallorca. «Por eso espero que toméis como ejemplo lo que ha pasado allí para no caer en los mismos errores», recomendó a los ibicencos, añadiendo: «Esto es mágico».
Siete años después muere en Andratx, reconciliado con Syliane y Mallorca, y de Eivissa, si te he visto no me acuerdo. Tal decía una copla cubana: «Cómo cambian los tiempos, Venancio, ¿qué te parece?». Y es que, con todos los respetos, José Luis de Vilallonga gustaba con notable frecuencia de los bandazos y los golpes de timón; eso sí, siempre con un toque de estilo marca de la casa que esgrimía con donosura y desparpajo, como correspondía a señor tan corrido en tantas batallas. Porque el malogrado marqués de Castellbell (también tenía el título de Grande de España) era un conversador fascinante, tanto por su estilo vagamente rancio y de retórica picaresca como por el pozo de información relevante, de tantos campos y épocas, toda de primera mano y salpicada de anécdotas sabrosas. Así, la cena entrevista fue como una inmersión en un libro de historia viva sin paja ni desperdició. Un lujo.
No es momento ahora y aquí de dar cumplida cuenta de su vastísima biografía. Con motivo del óbito, los interesados en conocer la vida y milagros del señor de Vilallonga están teniendo una dosis sobrada en los medios. Eso sí, con pocas referencias a Eivissa; hasta el punto de que se diría que lo suyo con esta isla fue una ilusión efervescente unida a la memoria de Begoña Aranguren. Como si al quebrarse el hechizo que le unió a la periodista y escritora (de apariencia tan sólido en aquella amable noche de septiembre), arrastrara tras de sí el encantamiento que sintió por Eivissa. Quede, pues, el testimonio que aquí recordamos como el eco lejano de un flechazo efímero de un amor sin peso.
Lo que sí puede merecer la pena ahora es acercarse a los tomos de las memorias de este bon vivant, dandy, mujeriego, seductor y viva la virgen. Así como a la única biografía autorizada del Rey, que Vilallonga tuvo el privilegio de recoger gracias a la generosidad de Don Juan Carlos; hecho que le llenaba de legítimo orgullo, pues también tenía el caballero un fino y acusado olfato periodístico que dosificaba con notable talento y oportunidad.
En cualquier caso, fue todo un personaje que acabó siendo rehén de su imagen. Un personaje al que le iba como anillo al dedo aquello de cría fama y échate a dormir; aunque en la distancia corta resultara incluso entrañable, pues había momentos (breves, eso sí) en los que mostraba una vulnerabilidad humana que te hacía olvidar que hablabas, comías y bebías con una figura de su talla. Y, sobre todo, rechazabas por superficial, vana y execrable la basurilla que en torno suyo arrojaban algunos deslenguados a sueldo por vituperio. Como muchos rechazan hoy las últimas imágenes de un José Luis de Vilallonga tan acabado físicamente. Sus allegados deberían haber tenido más pudor en preservar su decadencia sólo para los íntimos y no exponerla a la malsana curiosidad pública. Una pena.