Estados Unidos se dirige hacia una «operación quirúrgica» de castigo contra el régimen del presidente sirio Bachar al Asad, en la que el protagonismo corresponderá, con toda probabilidad, a los misiles y algunas nuevas armas.
Washington acusa al régimen sirio de haber utilizado de forma masiva armamento químico contra la población en la última escalada de la guerra civil que desangra al país árabe.
El presidente estadounidense, Barack Obama, quien el viernes dejó claro que la actuación de Al Asad no quedará sin respuesta, se inclina por una acción militar limitada, de muy corta duración y sin tropas sobre el terreno.
La eficacia de los misiles guiados, las «bombas inteligentes» y los aviones no tripulados de EEUU ya es conocida, pero una breve campaña en Siria daría además la oportunidad al Pentágono de probar, por primera vez en combate, algunos de los 200 aviones F-22 adquiridos con una factura de 67.000 millones de dólares.
«Siria no es Libia», comentó en su blog el experto Mark Gunzinger, del Centro para Evaluaciones Estratégicas y Presupuestarias. «Sus sistemas de defensa son más formidables. El uso del F-22 para suprimir esas amenazas podría ser una buena idea».
En tiempos de austeridad fiscal y cansado de guerra, Estados Unidos sólo parece dispuesto a este tipo de acción limitada, por vía naval y aérea, aunque sus resultados estratégicos en una región explosiva sean de lo más incierto.
Daniel Goure, un experto en asuntos militares en el Instituto Lexington, de Virginia, dijo a Efe que está a favor de «ir, golpear y salir».
De hecho ésa ha sido la intención que guió las campañas militares más recientes de Estados Unidos, aunque en algunas de ellas la salida se tornó mucho más difícil de lo previsto.
En 1991, EEUU encabezó una vasta coalición internacional que intervino con fuerzas abrumadoras para expulsar a Irak de Kuwait, pero el entonces presidente George H.W. Bush tuvo la prudencia de detener el avance a 240 kilómetros al sur de Bagdad.
El respaldo de las Naciones Unidas, la participación concreta de fuerzas de otros países, y la superioridad de armamento hicieron de la Primera Guerra del Golfo un éxito costoso pero relativamente rápido.
Una década más tarde, EEUU envió fuerzas especiales a Afganistán que coordinaron operaciones con las facciones afganas opuestas al régimen talibán, y cuando el Pentágono envió un contingente de invasión cinco veces menor que el movilizado contra Irak, logró su objetivo inicial en pocos meses.
Luego Washington amplió sus objetivos y se empantanó, hasta el día de hoy, en un intento por consolidar en Kabul un gobierno nacional para un país fracturado en grupos étnicos y religiosos arraigados en áreas geográficas que contribuyen a su separatismo.
En 2003, una vez más, EEUU fue a la guerra, en Irak, esta vez con menos consenso internacional, con la ilusión de una intervención que empleara pocas tropas y fuese limitada en el tiempo.
La meta inicial fue el derrocamiento del régimen de Sadam Husein y el establecimiento de un «gobierno democrático». La realidad fue otra larga campaña con miles de soldados muertos y heridos, y cientos de miles de bajas iraquíes.
El presidente Barack Obama, quien hizo campaña en 2008 criticando las decisiones militares de su predecesor George W. Bush, ha reiterado las condiciones que Washington siempre establece, pero poco respeta, para la guerra: sólo se comprometerán fuerzas cuando esté en juego el interés nacional de EEUU, cuando haya objetivos claros y cuando haya una estrategia de salida.
Así en 2011, y con el apoyo de algunos aliados europeos, Estados Unidos disparó algunas decenas de misiles crucero Tomahawk sobre objetivos limitados en Libia, contribuyendo a la caída del dictador Muamar al Gadafi.
En todas estas campañas ha prevalecido la noción de que los misiles guiados y cada vez más precisos permiten la destrucción de objetivos bien delimitados, con escaso daño a la infraestructura y pocas bajas inocentes.
La idea de una acción que no ponga en peligro a los soldados estadounidenses predomina en las especulaciones actuales sobre un ataque contra el régimen de Bachar al Asad en Siria.
Después de más de una década en guerra y ahora que ha llegado el momento de cortar los gastos militares, el uso de misiles que cuestan 1,5 millones de dólares cada uno es atractivo comparado con los costos de una fuerza expedicionaria.
Goure sostiene que los objetivos podrían ser los cuarteles de los servicios de inteligencia, el Ministerio de Defensa, la base de la Cuarta División del Ejército, supuestamente responsable del supuesto ataque con armas químicas en las afueras de Damasco.
«Me sorprendería muchísimo que hubiera ya soldados de EEUU en Siria en operaciones especiales como las que precedieron a la intervención en Afganistán», dijo Goure. «La situación es muy distinta y no necesitamos fuerzas especiales que ubiquen e identifiquen objetivos para los misiles».
De hecho, la labor de reconocimiento y guía para la artillería bien pueden cumplirla con eficacia similar y menos sangre los aviones espía no tripulados (drones).