La mayoría independentista en escaños ha dado el primer paso hacia la desconexión de Catalunya con España. En período preelectoral, esta declaración ha producido un cataclismo en Madrid. Se están movilizando el Consejo de Ministros, el Consejo de Estado y el Tribunal Constitucional. Y se anuncian graves sanciones para la presidenta de la Cámara, Carme Forcadell, es este cuarto intento catalán para crear su propio Estado en la Edad Contemporánea. El primero fue en 1873, durante la Primera República, frenado tras negociación por el presidente de España Estanislau Figueras; el segundo en 1931, frenado tras pacto y promesa de Estatut a Macià por parte del presidente Niceto Alcalá Zamora, y el tercero en 1934, parado a cañonazos por Madrid, incluida la detención y encarcelamiento de Lluis Companys, que acabó fusilado seis años después por orden de Franco.
Debilidad secesionista. Los dirigentes catalanes conocen su Historia. Sorprende que se hayan lanzado hacia el proceso independentista cuando en los pasados comicios no alcalzaron el 50% de los votos y, encima, Artur Mas se encuentra en una posición débil al ser rechazado por la CUP y estar su partido, Convergència, acosado por escándalos. Las batallas políticas se ganan en el planteamiento, antes de librarse, y los secesionistas no tienen fuerza para desconectar, jubilen o no jubilen a Mas.
Deriva insoportable. Lo que empezó siendo una exigencia catalana de pacto fiscal se ha transformado en un fangal impracticable. La cerrazón de Rajoy a no negociar también muestra mentalidad obtusa. Pero la clave es entender que las élites catalanas empujaron hacia la desconexión en paralelo a la persecución judicial de Pujol. La guerra de las financiaciones ilegales a la madrileña la abrió el PP contra el PSOE en los 90 con Filesa. ZP les devolvió la cuchillada con Gürtel. Aquel navajeo capitalino alcanzó a Pujol y a CiU. Y se abrieron las compuertas del independentismo, con los de arriba enardeciendo a los de abajo para irse todos.