El mundo recuerda hoy el aniversario de un fatídico día, el 11 de septiembre de 2001, cuyas consecuencias todavía se sufren dos décadas después. Aquél no sólo fue un salvaje atentado contra el corazón de los Estados Unidos, fue el sangriento inicio de una guerra abierta de Occidente contra el islamismo más radical de la que todavía no puede adivinarse el final. Los años transcurridos evidencian que los ataques no fueron inspirados por un sólo responsable, Osama Bin Laden, respondían a la irrupción de integrismo islámico como movimiento violento y retrógrado dispuesto a conquistar nuevos territorios. La semilla se extendió desde Afganistán, alimentada por numerosos países árabes, para golpear a más países occidentales o iniciar su propia cruzada en Siria. El reguero de sangre y destrucción del 11-S no cesa, 20 años después.
Nuevo tablero internacional.
Aquella jornada, que dejó imágenes imborrables, supuso un punto de inflexión en los equilibrios internacionales conocidos desde el final de la Guerra Fría. Estado Unidos ha dejado de ser el protagonista único para dar paso a China y Rusia, mientras que el mundo árabe ha asumido un protagonismo más allá de su papel de suministrador de petróleo a los países occidentales; los integristas ocupan el poder. Lo que ha ocurrido estas últimas semanas en Afganistán, con el regreso de los talibanes, confirma el enorme fracaso de la operación militar internacional destinada a su neutralización; el despliegue –con un enorme coste en vidas humanas y económico– ha resultado inútil.
Impacto diario.
Todos los ciudadanos del mundo sufren las consecuencias del 11-S, tanto en materia de seguridad cotidiana como en la percepción de una incertidumbre en el futuro que se ha cronificado. Nada ha vuelto a ser como antes. Ni, muy probablemente, lo será. Pocos acontecimientos recientes han tenido tanta trascendencia histórica como lo que ocurrió hace veinte años.