En un golpe de efecto sin precedentes, el ejército israelí ha localizado y asesinado a Hasán Nasralá, el líder de Hizbulá que controlaba desde hace años El Líbano y que abogaba por la destrucción total del Estado de Israel. El bombardeo «quirúrgico» al cuartel general del máximo responsable de la milicia chií se ha saldado con la muerte de otras seis personas y más de 90 heridos. Las fuerzas hebreas esperaron a que Benjamín Netanyahu, su primer ministro, abandonara la ONU para lanzar el ataque. El golpe supone una escalada más en el polvorín que se ha convertido Oriente Próximo pero pone en evidencia, sobre todo, el grado de infiltración de los espías judíos en Hizbulá, una organización terrorista que parecía impenetrable. Primero fue la explosión en cadena de más de 4.000 buscas de los jefes de la milicia, que cortó las comunicaciones de los combatientes, y a partir de ese momento todos sus cabecillas han ido cayendo uno a uno en bombardeos selectivos. La cúpula de Hizbulá, de hecho, ha sido decapitada en unos pocos días.
Un año del 7 de octubre.
La ofensiva de Tel Aviv llega cuando está a punto de cumplirse un año de la matanza del 7 de octubre, perpetrada por milicianos de Hamás que entraron en territorio israelí y masacraron a 1.200 civiles, policías y militares. Netanyahu ha repetido hasta la saciedad que no se detendrá hasta erradicar por completo a Hamás y a Hizbulá. Algo que se antoja imposible.
La respuesta de Irán.
Y en este contexto de máxima tensión queda por determinar cómo responderá Irán, que es la potencia chií regional y archienemigo de Israel, además de que financia a Hizbulá. El ataque de ayer en Beirut podría ser la gota que colma el vaso de la paciencia persa, pero algunos analistas opinan que el régimen de los ayatolás está demasiado centrado en conseguir un arma nuclear. Y no quiere luchar con Israel.